viernes, 24 de agosto de 2018

Estivalia

A diferencia de Thoreau, el primer verano no planté judías: escribí libros durante mi retiro y en todos los subsiguientes, casi siempre estivales, no a orillas del lago Walden, sino del Duero. Qué más da: son lugares unidos teleológicamente e importa poco que la cabaña sea de madera o que se trate de una vieja casa de piedra. Un siglo y pico más tarde también alcanzo similar conclusión, aun sin mediar Platón: nos alimentamos mal, vivimos vulgarmente y somos analfabetos. Alguien diría que las seis permutaciones restantes de verbos y complementos señalan la admonición: nos alimentamos mal, vivimos como analfabetos y somos vulgares (complete y disfrute usted, caro lector, las restantes). 

No. De repente no me siento “hipstérico”. Saben de mi renuncia a lo relacional de las redes. Me siento exultante porque esta España menguante, a la que se regala modernidad para paliar la culpabilidad de su exclusión, disfruta con disimulo de un torcimiento en el ímpetu transformador en que quieren devenir las urbes y sus interconexiones. Aún puede sacarse agua del pozo y dormir en silencio. Puede también vivir el ser humano liberado de todas sus esclavitudes industriales acomodaticias (que en puridad tan poco acomodo producen). La España menguante, junto con las restantes zonas menguantes del mundo civilizado, que es casi todo el planeta, deviene en el único lago Walden de entre todos los posibles. A diferencia de lo que pensaba Bertrand Russell, las posibilidades de que la raza humana sea derrotada por los insectos son mínimas, pero es innegable que asistimos a su capitulación intelectual y ontológica a causa de los crecientes intolerancia y fanatismo en que vivimos, caldos que se cuecen agitadamente en las ciudades. 

Anda mi madre asustada por los derroteros de la política nacional y las convulsiones que se observan allende nuestras fronteras. Yo le replico que vaya a la huerta y se dedique a cavar con su pequeño zacho la maleza que aún menudea. Las patatas brotaron grandes y rubicundas de la tierra. Este año ha llovido y la zorra no ha hecho acto de aparición en las sandías. Por cierto, están riquísimas (la maldición de la fruta sin pipos hierba al ser moderno y destruye el recuerdo de los sabores auténticos), como los tomates, abundantísimos. Ayer hicimos salsa casera. Qué delicia.

Y mientras pasa agosto, sigo pedaleando por estas carreteras íngrimas mientras voy decidiendo en qué momento convertiré mi refugio estival en paradero definitivo.