No voy
a referirme al ruido, sino a la omnipresencia del sonido. Es tanta su
manifestación que respondemos con otros sonidos excesivos esperando apantallar lo
que no nos incumbe. A una estricta cuestión de irrespetuosidad como la de esos
coches con el volumen de sus indigestas músicas al máximo, oponemos resignación
y convencimiento: el excesivo sonido es un enemigo fuerte frente al cual solo
podemos elegir adherirnos. O aislarnos, de ahí la proliferación de auriculares
sempiternamente encendidos hasta convertir la música en sonoridad egocéntrica; de
disciplinas tan poco citadinas como el yoga o la meditación, o los miles de
ejemplos que ustedes quieran. Nos hemos adaptado a no escuchar las terrazas,
los atascos, los vídeos en los móviles ajenos, las televisiones en casa o los
berridos de los vecinos, porque nosotros mismos somos muchas veces parte de las
estruendosas terrazas, los pitidos de los atascos, los maleducados vídeos que a
nadie más interesan, las televisiones a todo volumen y el griterío constante e
innecesario.
Algo
que disfruto en mis recorridos ciclistas por las Arribes no son los aromas del
campo, ni tan siquiera el placer del esfuerzo. Es el silencio, o al menos el silencio
que permite el labrantío, donde naturaleza y silencio son una misma cosa. Los
coches que me cruzo por la carretera son pocos y apenas perduran unos breves
segundos en la esfera auditiva que me rodea. Y sé que con estas reflexiones estoy
convirtiendo las Arribes en el “locus
amoenus” adonde huir del mundanal ruido, donde disfrutar de parajes hermosos
y umbríos, con árboles, huerto, regato y cefirillos oreando prados. Mas bien sé
que estas tristes tierras menguantes no son arcadianas ni recuerdos horacianos
de nostalgia. Hubo un tiempo en que fueron palpitantes y diversas como ahora lo
son las ciudades y megalópolis. Si echo la vista atrás, cuando menudeaban por
los campos los labriegos y las reses y tractores, encuentro multitud de sonidos
ya inexistentes, alminares derruidos de un reino olvidado. Jamás fueron
lesivos. Y hacia ellos regreso, expulsado de estos tiempos modernos, transidos
de ambiciones ilusas e insufribles egoísmos. A veces descubro en mi vida el
trasfondo de una gran derrota, y no me importa nada.
Aún
queda verano para ruidosas fiestas, proliferantes, por si desean disfrutarlas.
Yo continuaré unos días más pedaleando. Que a la postre solo resta una cosa: “honeste vivere, alterum non laedere, suum
cuique tribuere”.