Mi
pueblo pertenece a esa España que, año tras año, pierde más y más habitantes. Ya
somos poco más de 70 habitantes del millar largo que una vez vivió aquí. No
todos están en el camposanto, aunque viene siendo la tónica de estos últimos
años. Los más se sumaron al éxodo de hace décadas y ahora son parte de las
estadísticas de una ciudad grande y costera. Ese éxodo jamás se ha detenido. Da
igual que nos pongan WiFi gratuita para cumplir con la UE o que los créditos agrícolas
sean ventajosísimos. Esto es un incesante goteo que solo se detendrá cuando
queden las tierras yermas y un montón de escombros en lugar de casas.
Hay
una España creciente y una España menguante. Las dos fases de la luna
orientadas en direcciones opuestas y complementarias. Posiblemente sea esta la
mayor diferencia, mucho mayor que la económica. Usted, que me lee, vive en la
España creciente. Es la España de la prosperidad, de la industria, del
bienestar y las oportunidades. En la España menguante el futuro no es digno ni
esperanzador, el futuro consiste en saber que tus huesos acabarán en el mismo
camposanto de todos quienes te han precedido y los huesos de tus hijos lejos de
aquí, por su propio bien. Dicen que ya va para veinte o treinta años que la España
creciente y la menguante se alejan la una de la otra. Cuando me hablan del
empeño de nuestros políticos por corregir los desequilibrios territoriales, me
muero de la risa.
De
los mares provenimos y a los mares acudimos sin tregua ni descanso tras la
milenaria aventura de colonizar el interior de los continentes. En España, el
interior se asemeja a un desierto humano. Solo las regiones periféricas y los archipiélagos
no cesan de crecer, con Madrid o Sevilla como excepciones obvias. Y cuando
hablo del interior, no distingo entre pueblos como el mío o ciudades. En
Extremadura, el 60% de paro juvenil ha causado que el precio del trabajo y el
poder adquisitivo se desplomen. Los jóvenes nacen para irse. Muy pronto ni
siquiera nacerán. Vivimos en páramos de muerte diferida a un futuro demasiado
próximo.
Y no hay solución. La solución es dejar de importunar
a nadie con exigencias de solidaridad interterritorial. Donde, como en Euskadi,
se viva muy bien, la solidaridad seguirá siendo una reliquia a desmentir con la
misma estadística que certifica nuestro coma profundo. Y, ¿qué más da? Si el
destino de la humanidad es el progreso, lo que mejor podemos hacer por estos
pagos es desaparecer, cuanto antes mejor.