viernes, 6 de julio de 2018

La España menguante

Mi pueblo pertenece a esa España que, año tras año, pierde más y más habitantes. Ya somos poco más de 70 habitantes del millar largo que una vez vivió aquí. No todos están en el camposanto, aunque viene siendo la tónica de estos últimos años. Los más se sumaron al éxodo de hace décadas y ahora son parte de las estadísticas de una ciudad grande y costera. Ese éxodo jamás se ha detenido. Da igual que nos pongan WiFi gratuita para cumplir con la UE o que los créditos agrícolas sean ventajosísimos. Esto es un incesante goteo que solo se detendrá cuando queden las tierras yermas y un montón de escombros en lugar de casas.
Hay una España creciente y una España menguante. Las dos fases de la luna orientadas en direcciones opuestas y complementarias. Posiblemente sea esta la mayor diferencia, mucho mayor que la económica. Usted, que me lee, vive en la España creciente. Es la España de la prosperidad, de la industria, del bienestar y las oportunidades. En la España menguante el futuro no es digno ni esperanzador, el futuro consiste en saber que tus huesos acabarán en el mismo camposanto de todos quienes te han precedido y los huesos de tus hijos lejos de aquí, por su propio bien. Dicen que ya va para veinte o treinta años que la España creciente y la menguante se alejan la una de la otra. Cuando me hablan del empeño de nuestros políticos por corregir los desequilibrios territoriales, me muero de la risa.
De los mares provenimos y a los mares acudimos sin tregua ni descanso tras la milenaria aventura de colonizar el interior de los continentes. En España, el interior se asemeja a un desierto humano. Solo las regiones periféricas y los archipiélagos no cesan de crecer, con Madrid o Sevilla como excepciones obvias. Y cuando hablo del interior, no distingo entre pueblos como el mío o ciudades. En Extremadura, el 60% de paro juvenil ha causado que el precio del trabajo y el poder adquisitivo se desplomen. Los jóvenes nacen para irse. Muy pronto ni siquiera nacerán. Vivimos en páramos de muerte diferida a un futuro demasiado próximo.
Y no hay solución. La solución es dejar de importunar a nadie con exigencias de solidaridad interterritorial. Donde, como en Euskadi, se viva muy bien, la solidaridad seguirá siendo una reliquia a desmentir con la misma estadística que certifica nuestro coma profundo. Y, ¿qué más da? Si el destino de la humanidad es el progreso, lo que mejor podemos hacer por estos pagos es desaparecer, cuanto antes mejor.