Se
repite desde las esferas del actual poder: es prioritario devolver la
normalidad a Cataluña. Pero, ¿cómo se normaliza aquello que desea estar fuera
de norma? ¿Acaso es normal que un presidente autonómico rompa relaciones con la
Corona? ¿Es normal que el propio presidente autonómico convoque y participe en
las manifestaciones donde se insulta al jefe del Estado? ¿Es normal
consentirlo? Todos sabemos de qué pie cojea la Generalitat, pero que el presidente
del Gobierno de España, responsable de hacer cumplir la Constitución, lo deje
pasar como si la cosa no fuese con él, resulta cuando menos vergonzoso.
Es
curioso observar cómo las lindes ideológicas en Cataluña se han esfumado en pos
de un separatismo que ya opera indisimuladamente como fascismo, hasta el punto
de mostrarse internacionalmente como epítome de la pureza democrática mientras mantiene
férreamente dividida y sometida a la mitad de la población que difiere de ella.
Si el anterior presidente representaba la derecha franquista, esclavizador de
la grandeza catalana (pese a su pusilanimidad), y por tanto objeto evidente de
su estrategia de enfrentamiento, con el actual presidente, que es un señor de
izquierdas, la cosa ha de volverse contra el Rey y la Corona, porque aquel ha
de cumplir las promesas de la moción de censura que le aupó en el poder y ello
incluye minusvalorar los graves insultos que al Estado español se dedican cada
vez que en la Generalitat abren la boca. Es decir: señor Sánchez, cállese porque
no conviene mencionar el nombre de la bicha. Claro que el señor Rajoy también
calló. Aquí todos callan. Los únicos que le han hablado clarito a los
separatistas provienen de allende nuestras fronteras o llevan el peto naranja.
Pronto volveremos a oír que normalidad es el sempiterno
diálogo, todo por no admitir el fracaso de un Estado que ha permitido el uso
torticero de la Constitución y el Estatuto por una parte de ese propio Estado. ¿Es
diálogo no hacer nada y adoptar posturas bizantinas? Yo no encuentro normalidad
ni diálogo en las enconadas declaraciones separatistas que auguran un choque
aún más fuerte en el futuro. Y mientras unos reclaman entendimiento sin alterar
un ápice sus imposiciones, los otros, que no hace tantos meses apoyaban el 155,
han pasado a convencernos de que conviene pactar con quienes desean romper el Estado
en los términos y condiciones que aquellos elijan. O casi. Así de triste es la política
española en estos días lúgubres