viernes, 5 de enero de 2018

Mensajes

A lo largo de estas dos semanas, a cuenta de la Navidad y el Año Nuevo, he recibido unas doce veces por Whatsapp un vídeo de unos gnomos de jardín que cobran vida y montan una juerga y alrededor de quince veces uno que refleja una inmensa ruleta de la fortuna repleta de buenas intenciones y mejores deseos. Sin olvidarme de las muchas postales y fotos con frases blandas y manidas, maniqueas hasta la náusea, esas que parecen adquirirse a euro la tonelada en las tiendas. Este asunto de la autoayuda, el buenismo y la posverdad acarrea inconvenientes muy graves de los que ya nadie parece darse cuenta ya, porque se han pasado al bando contrario en masa, tanto que parece que me haya quedado solo en este lado del combate.
Tiene gracia lo de los mensajitos. Son estúpidos y triviales hasta decir basta y cuentan las mismas cosas que nos decían las madres y las abuelas cuando éramos niños, a la hora de acostarnos, para que no olvidásemos que debíamos convertirnos en buenas personas y de provecho. Eran pequeñas píldoras de sabiduría humana que bebíamos de sus voces entrañables para sentirnos mejor y llenos de candor. Con el tiempo fuimos creciendo y las menospreciamos, la voz de los mayores nos resultaba molesta y repleta de lugares comunes y bien sabidos, porque nuestras convicciones y esperanzas estaban depositadas en lugares y empresas más complejos para los que necesitábamos la Britannia o la Larousse, como poco.
En estos tiempos que corren han resurgido con ímpetu estas píldoras doradas del conocimiento secular, que algunos se toman con tanto vicio y empeño que bien parece que correspondiera a asuntos sin los que resulta imposible vivir. Motivos para ser feliz. La clave del bienestar. Las razones del amor. El equilibrio con la naturaleza. La convivencia con los tuyos… No hay frase de diez palabras que no toque una y mil veces, a diario, estos temas tan sentidos y profundos que las preguntas fundamentales de Kant, abordadas por el insigne filósofo alemán en volúmenes de 800 páginas, resultan risibles. Y si lo cuentas así, te tachan de exagerado, aludiendo que todo eso es muy obscuro y uno ya tiene bastante con la rutina diaria como para andarse con complejidades.
Vivir para ver. Ni sé por qué me extraño. Será que, con cada Navidad y cada Año Nuevo, de un tiempo a esta parte, siempre recuerdo que una vez tuve la intención de mejorar las bonitas palabras que me decía mi madre, construyendo otras, distintas, sobre las suyas. Feliz Año.