Iba a ser todo muy deprisa, pero viene siendo el parto de
los montes. De los montes catalanes. Primero llegó la justicia. Luego el
Govern. Luego la cárcel. Luego la fuga. Luego el Gobierno. Luego las urnas. Y
nada ha cambiado.
Tan nulos han sido los cambios que al frente del Parlament
hay un joven político que en su vida ha hecho otra cosa que dedicarse a la
política. Casi como los que tiene enfrente. Será que no es por ahí por donde
han de venir los cambios… Algunos pensaban (ilusoriamente) que esas
transformaciones serían dizque necesarias y que provendrían de la evolución
sorprendente (iba a escribir milagrosa) del endeble y negligente inquilino que
habita en la Moncloa y a quien casi todo se la refanfinfla porque él es de
verlas venir hasta que el conjunto normado de las cosas acaba por reponer la
entropía del sistema, si es que la repone. Pero no, resulta que no ha
conseguido absolutamente nada y la causa de esta nadería hay que buscarla en el
empeño pertinaz en subestimar aquello que los del otro bando siempre
sobreestiman (dícese, el separatismo), porque la sociedad estaba y está dividida
en dos y eso es problema mucho más complejo que el político, que se reduce a
lidiar con lo que nunca cambia en los parlamentos, como decíamos al principio
del párrafo.
Tampoco ha cambiado nada en el discurso, salvo acaso las
proclamas de los naranjas, porque a los unionistas les vale con decir en voz
queda (y sin armar ruido) que la Constitución hay que defenderla y los separatistas
son de una estirpe no tan nueva pero sí muy dinámica a quienes basta con
ciscarse primero y luego limpiarse lo innombrable con las páginas de esa misma
Constitución. Y los que de estos últimos trabajan en el Parlament regido por el
joven político de la antigua casta viven muy felices hablando de Cataluña y los
catalanes como si todo fuera suyo y todos los que allí habitan sus
correligionarios.
Como no ha cambiado (ni cambiará) el pútrido hedor de la
corrupción perpetua con sus tres por cientos y que no hay quien la tosa por
mucho que los jueces se afanen, pues todo el asunto independentista se ve desde
las alturas mandonas como una oportunidad para hacerse de oro y, de paso, porque
toca, jugar a ese partido con la camiseta de plasma belga cuando no de convento
enrejado, que tras ese encuentro se adhieren devotos por doquier a la fe ciega
de la democracia de conveniencia.
Faltará coraje y sobrará locura. Pero lo que no falta es tropa. Y vaya
tropa.