Le cuento al peque que, 28 años atrás (para mí no son nada:
él imagina el paleolítico), un 9 de noviembre, los habitantes de Berlín echaron
abajo el muro que les dividía bajo la excusa de impedir la emigración masiva de
ciudadanos desde uno de los dos lados, el Oriental. También le cuento que, dos
días más tarde, un magnífico violonchelista ruso, Rostropovich, se sentaba
junto al muro que se estaba derribando para interpretar la suite número 2 en re
menor para violonchelo de Johann Sebastian Bach. Una música hipnótica, bellísima.
Queco escucha de vez en cuando las obras clásicas que le pongo (de momento he
logrado que el reguetón le parezca odioso, pese al entusiasmo de sus compañeros
de clase), y en esta ocasión he querido que trate de imaginar, al son de Bach,
aquel mundo de hace tan solo 28 años.
Porque si retrocedo en el tiempo, he de hablarle del lúgubre
9 de noviembre de 1938, cuando tropas de asalto nazis, junto a la población
civil, destruyeron sinagogas, cementerios y establecimientos judíos por toda
Alemania. A la mañana siguiente se iniciaron los arrestos masivos de judíos y
su reclusión en los Lager, donde serían exterminados por millones. Para mí
resulta complicado hacerle entender que fue tan terrible que una vez alguien
dijo que, tras aquello, escribir poesía es un acto de barbarie. Entonces acudo
a Schönberg y su “Un superviviente de Varsovia”. Pero no le gusta.
Cuando me pide que le explique de dónde provino tanta barbarie,
acudo al 9 de noviembre de 1923, cuando Hitler proclama la revolución nacional
alemana y constituye un gobierno provisional ante tres mil personas para crear
un Gran Reich basado en la raza. Poco después es arrestado por golpista y, ya
en la cárcel, dicta a su secretario Hess el tristemente célebre Mein Kampf al
tiempo que advierte que su ansia de poder solo puede prosperar creando un
partido de masas (popular) que le permita controlar Alemania.
Finalmente, el peque me pide que le explique si pasó alguna
cosa más. Y le respondo que sí. Que un 9 de noviembre de hace 99 años finalizó
una revolución en Alemania, tras la terrible Gran Guerra, que conduciría, entre
otras consecuencias, tras una calamitosa república, a la llegada de Hitler al
poder. Y que ese periodo lleva el nombre de una ciudad, Weimar, donde, dos siglos
antes vivió Bach, al que Rostropovich interpretó sentidamente mientras caía el
muro que encerró más negruras juntas que todas las frías noches del
paleolítico.