No podía fallar. Esta semana, en Berlín, todos mis colegas
europeos me han preguntado insistentemente por cuál ha sido y es mi parecer
respecto de lo que está sucediendo en Cataluña. La capital germana es una
ciudad elegante y sobria, con su impresionante despliegue de historia, más allá
del lamentable muro que apareció en esta columna hace siete días o los 2711 bloques
de hormigón que inmortalizan los horrores del Holocausto. Muy al contrario,
Berlín es modernidad y presente, y marca el paso (takt) de la política europea.
¿Hay mejor lugar para interesarse por Cataluña y España que Berlín?
Mis colegas, sorprendentemente, poseen una visión muy
objetiva de lo que ha sucedido en el último mes y medio. Tanto los italianos
como los alemanes o los ingleses (encantados de que en esta reunión por fin
nadie hable del Brexit), todos conocen con precisión las desventuras de Puigdemont,
aun sin advertir hasta dónde llega la falsedad de algunas noticias que escuchan
con asombro. Se quedan boquiabiertos si les cuento que nadie fue expulsado de
un avión por hablar catalán y que similar falaz propaganda fue constante
durante el referéndum, como las imágenes de la mujer a quien la policía
supuestamente rompió los dedos o la violencia sucedida en distintas partes del
mundo y que, de repente, tenía denominación de origen en Cataluña. Repito que
se quedan boquiabiertos… pero no les extraña.
De cómo la sociedad llega a creerse estas y otras patrañas,
que las mentiras del bando independentista han sido tan continuas como
exageradas seguramente para mantener intacta la motivación ciudadana, es asunto
para muchas columnas cada viernes: por eso no lo haré, porque a estas alturas
nadie puede sorprenderse de la vulgaridad que se desliza por las redes sociales
(cada día resulta más imprescindible que usted se quite de en medio, como he
hecho yo). De ella muchos medios se han contaminado de manera interesada. Y la sociedad
civil, que bebe de unos y otros, termina por no saber a qué atenerse.
No vivimos en el universo que conocíamos. El universo paralelo inventado
por la revolución independentista ha acabado por fagocitar aquel en el que solíamos
existir. Nadie hizo nada por oponerse o revertirlo, y esa es culpa exclusivamente monclovita, pero sí lo es la total e inequívoca dejación de
muchos en sus responsabilidades políticas. Cuando el independentismo no se
parlamenta, sino que se impone, adentro y afuera acaba eternizándose el invierno