viernes, 17 de marzo de 2017

Lo que nadie quiere oír...

…se llama librepensamiento. Y se encuentra en extinción. Un rápido paseo por Facebook revela de inmediato tanto la infantilidad que atenaza el discurso de jóvenes y no tan jóvenes como la cohesión que suscita. Lo llamamos corrección política: en realidad es indolencia intelectual, quizá rabia nacida en la inanidad de uno mismo.

Un ejemplo. Hace diez años el rector de la Universidad de Harvard, el economista Larry Summers, defendió la teoría de que el coeficiente de inteligencia de los hombres tiene mayor varianza que el de las mujeres, es decir, que existen sutiles diferencias en las colas de la distribución gaussiana que podría explicar la diferente asignación de puestos científicos entre hombres y mujeres. Fue acusado de machista y tuvo que renunciar a su puesto. Harvard ahondó en este asunto posteriormente en un célebre debate protagonizado por los psicólogos Steven Pinker y Elizabeth Spelke. Díganme: ¿hubiesen ustedes ahondado en la cuestión antes de emitir un dictamen o hubiesen sido de los primeros en gritar “¡machista!” sin tan siquiera haber leído una reseña de lo que dicha teoría científica postulaba?

La corrección es advertencia de infantilización y mediocridad. Resulta pavorosa. No genera adultos sino niños grandes que se abrazan a sus neopeluches al sentir miedo o inseguridad en las endebles convicciones profundas. Se olvida a menudo que, en la vida real, el hombre del saco no desaparece al cerrar los ojos. Si madurar exige enfrentarse al mal, a la injusticia, al sufrimiento y los criterios opuestos, ¿qué es la corrección sino la inmadurez de querer satisfacer a todos? ¿Cuándo olvidó la sociedad las enseñanzas lingüísticas de Wittgenstein? ¿Acaso es menor el desprecio que siente un racista por llamar a los negros afroamericanos?

La inmadurez de la opinión pública solo se puede combatir o ignorar. En mi opinión, es preferible no debatir ante quienes la intensa defensa de las propias convicciones es considerada un insulto o una transgresión al juego democrático. Por eso puedo aceptar que se levante la voz ante el paso de un autobús con consignas contrarias a la transexualidad, pero no que ese autobús acabe “encarcelado” por ser contrario a la corrección que todo lo inunda.

Renunciar al librepensamiento no es estúpido: es además peligroso. La democracia no es el gobierno de la corrección, sino el espacio donde se vierten las opiniones para, ipso facto, juntarse en un bar a tomar cañas en pos de la paz social.