sábado, 3 de diciembre de 2016

Viajar a La Habana

Se preguntarán qué pinto yo hablando de Fidel Castro: mito de tantos revolucionarios, azote de dictadores caribeños e imperialistas yanquis, héroe del pueblo, conciencia universal de la izquierda, discursista impenitente y comandante. ¿Acaso no aseveré hace pocos días que gusto de procrastinar las noticias de palpitante actualidad en aras de una reflexión más distante y serena? Y bien hallada encuentro la pregunta, porque tengo una sola respuesta que darles.

Hace ya unos cuantos años, pues el tiempo va pasando, tuve ocasión de conocer personalmente, y de compartir mesa y mantel, con uno de los principales arquitectos municipales que alguna vez trabajó en La Habana. Había sido invitado a exponer en un congreso de arquitectura en Alicante. Se trataba de un hombre admirable: entre otros méritos, había diseñado la iluminación de la biconvexa Habana Vieja y atesoraba una ingente calidad humana y cultural. Resultaba muy fácil encariñarse de él. Su ancianidad, plena de frescor y lucidez, y los rasgos inequívocamente cubanos de su dicción y las arrugas de su rostro, le dotaban de una capacidad de entrañamiento inmensa.

En los postres, el viejo arquitecto lloró. Cuando la revolución castrista (había pasado el tiempo) él se posicionó a favor de Fidel y su hermano, mellizo, contra Fidel. El hermano tuvo que huir: se vino a España. Y el venerable arquitecto suspiraba, cuarenta años después, una vez atemperadas las pasiones revolucionarias, por el hermano perdido en el fragor de las diferencias políticas. Además de exponer en aquel congreso en Alicante, se había dedicado a buscar a su hermano de manera infatigable, y le encontró. El día antes se había fundido en un abrazo eterno con él en la salida de pasajeros del aeropuerto de Barajas. Y allí mismo, como primera palabra que le dijese al hermano exiliado tras varias décadas de silencio, prometió que las diferencias políticas jamás volverían a separarle de él.

El arquitecto habló también durante la sobremesa, pero con liviana criticidad, de la miseria en Cuba, del ansia de libertad de muchos cubanos, de todo aquello que, evidentemente, hubiera molestado a su idolatrado Fidel. Yo, que apenas pronuncié palabra, no dejé de pensar que la subjetividad hace caer silencios espesos en la percepción de las gentes. Allí mismo, mientras el arquitecto hablaba, me prometí que no visitaría Cuba mientras Fidel siguiese al frente. Mañana mismo pienso comprar un billete de avión para La Habana…