viernes, 2 de octubre de 2015

Otoño 2015

Llevo varios años asomándome a ustedes desde esta ventana del Diario Vasco y, en todos ellos, llegando octubre escribo sobre el otoño. Como si fuese inobjetable apaciguar los fuegos impenitentes del verano. Asumiendo que en la hoja amarillenta que se deposita sobre las aceras con el resto de la seroja, diese comienzo el viaje interior que conduce ineludiblemente al frío anímico, a la desnudez infecunda del invierno. 

En 2015, este año que principia a terminar hoy mismo, mientras redacto estas frases sin otro motivo que el de mostrar mi pensamiento, nada más, no vislumbro que el otoño traiga consigo novedad alguna con la que equilibrar, cuando no enderezar, los rumbos distraídos del estío. Ni siquiera la ortegassetiana “conllevabilidad” independentista de ciertos territorios patrios parece acuciar demasiado. Seguimos siendo el país que éramos, acaso más en silencio por tenso que resulte para unos y otros. Los problemas de la convivencia no son afines a los ciclos anuales de masas de hojas muertas que se barren y ya está, asunto resuelto: la mansedumbre de la naturaleza desconoce el egoísmo (esencia natural del que se considera distinto), la soberbia o las ambiciones desmedidas que tan bien reflejan las muchas inquietudes del alma humana. 

En este otoño que ha arrancado con una Luna enorme en el firmamento, atravesada por la sombra que proyecta nuestro mundo, las proclamas parecen aburridas, tanto como aburridos son quienes repetitivamente machacan nuestra paciencia con el sonsonete de sus falsas políticas y sus verdades falsas. De repente nos hemos sacudido el polvo de la crisis y ya nadie habla de las dificultades que sufren muchas personas en su vida diaria, como nos interesa más el engaño germánico de los motores diésel que los ahogamientos apátridas del Mediterráneo. Hojas, hojas que caen, macilentas y resecas, hasta cubrir el espacio donde pisamos, hojas que ya no tienen la menor importancia, hojas muertas repetidas. 

El mes de octubre contiene, también, la más triste remembranza que pesa sobre la memoria mía. Porque una de las hojas caídas fue la de mi padre: dos años hace ya que no regresará por primavera. No acabo de habituarme a la ausencia definitiva. Sigue faltando algo. Dicen que al dolor uno se encalla. Y es cierto. Pero no al recuerdo, que se vuelve cada vez más y más pálido, como si quisiera anunciar que en el otoño siguiente habrá de volverse por completo transparente, que es algo así como el olvido…