La persona que, meses atrás, acostumbrara a habitar aquel
pequeño apartamento con vistas al parque, y que a aquella hora se encontraba
inusitadamente limpio y en sosiego, entró sin necesidad de forzar la cerradura
ni tampoco de inventar argucia alguna, pues a nadie dijo, tampoco al comisario
ni a la jueza, que guardaba una copia de la llave y sabía perfectamente que
quien fuera su pareja hasta hacía pocos meses no era de aviarse en tareas tales
como llamar a un cerrajero. Entró, como suele decirse, tranquilamente,
paseándose por las escasas habitaciones y el angosto pasillo como si aún viviera
en la casa.
Oyó el ruido del cerrojo, al que acompañaron unos segundos
de extrañeza, pues la mano que abría en esos momentos la puerta no esperaba que
la llave no necesitase dar las vueltas acostumbradas para desatrancar el
cierre, como hubiera sido lógico y natural, y precisó de aquellos segundos, tal
vez tres o cinco o siete, en discernir por qué había olvidado girar la llave y
dónde tendría la cabeza en ese momento. Después escuchó desde el sillón donde
se hallaba repantingado, el rumor de falda y tacones que avanzaba con firmeza por
la vivienda junto a una deliciosa voz infantil repleta de candidez, ternura e
inocencia.
La persona que protagoniza esta historia, y que retrataremos
del sexo masculino si es que no ha quedado explícitamente detallado
anteriormente, aunque algunos sin apenas conocimiento y excesivo
ensoberbecimiento lo denominen género, luego declararía que tuvo una prolongada
discusión con la mujer que había sido su esposa y de quien se encontraba
obligado a mantener alejamiento, como había decretado la jueza, pero que los
efectos del alcohol ingerido aquella tarde le habían nublado el entendimiento y
estimulado a intentar una aproximación cordial desde la que buscar juntos nuevas
fórmulas para la convivencia. Todo falso. Nunca pronunció respuesta alguna a
las preguntas nerviosas de la mujer a la que cercenó la yugular de un solo tajo
con un cuchillo de cocina y a la vista de la hija de ambos de tres años, cuyo
vestidito quedó manchado con la sangre de su madre y que la vio morir entre
espantosos estertores mientras su padre no quiso dirigirle una sola mirada,
mucho menos una palabra o un ademán.
Y cuento esta historia de odio para reflejar que un uso
aparentemente sexista del lenguaje es también un formidable medio para combatir
la malignidad sexista que no se halla en el habla, sino en los sentimientos…