Ellos nunca lo harán. Digo, a sí mismos. ¿Cómo van a
reducir lo que les permite dedicarse a ello de por vida? ¿Con qué justificación
iban a diezmar sus filas de acólitos cuando son ellos quienes deciden si
hacerlo o no? ¿Acaso se ha visto alguna vez que la casta dominante decida
reducir sus privilegios y prebendas? Todo esto lo barruntaba yo cuando, el otro
día, recibí uno de esos emails infinitos donde, ingenua pero razonablemente, se
me urgía a firmar una propuesta para eliminar el Senado, reducir los
privilegios políticos y esas cosas que nos parecen de cajón y que ellos, la
casta, jamás llevarán a cabo.
Rascando un poco más las neuronas, deduje que no estaba
tan de acuerdo con el legajo que se me hizo llegar. Puedo aceptar (y acepto) lo
de eliminar el Senado: manifiesta es su inutilidad. O que se bajen los
sueldazos de los dinosaurios de Bruselas. Pero creo que los políticos han de
estar bien pagados y contar con beneficios que aseguren que nada les impide
responsabilizarse de nuestra representación. De lo contrario se poblaría de
mindundis y olfateadores de la vida fácil (si es que no se ha poblado ya). Todo
trabajo ha de estar bien remunerado (otra cosa es que se consiga).
El problema, a mi entender, está en la desaparición de
los mecanismos que rigen y vigilan el buen gobierno de los estados. Los datos
del déficit o las deudas de las comunidades autónomas son motivo suficiente
como para expedientar a todos los interventores públicos, encarcelar a los
responsables económicos y a sus presidentes, y decirles a todos que se vayan al
paro de inmediato, y no a sus retiros dorados. ¿Qué hacían los unos mientras
los otros encendían sus cigarros con billetes de millón de euros? ¿Por qué los
fiscales no actúan? ¿Acaso hemos de confiarlo todo al sentido común de quien
gobierne en cada momento?
La cosa está clara, al menos para mí: la casta se ha
adueñado de todo, promulga y deroga leyes según le convenga, elimina mecanismos
de control y se autoerige en líder universal, tanto en la claridad como en las
tinieblas, construye burocracias casi imposibles de demoler (porque en ella –de
ella- acaba trabajando –dependiendo- una gran parte del pueblo), y ni siquiera
necesita demostrar lucidez e imaginación cuando las cosas hay que arreglarlas:
con sangrar al ciudadano y asegurarse de que los suyos están todos colocados,
basta. Esa receta funciona a la perfección desde la fundación de Babilonia. Por
eso, ellos nunca lo harán.