En muy pocas ocasiones hablo aquí de cine. O de teatro. Y
sin embargo, las artes escénicas siempre han atraído mi atención, desde que,
siendo aún muy joven, me embarcara en esa aventura a través de un grupo aficionado
que yo mismo dirigía. Desde entonces, guardo una querencia especial hacia lo
que sucede en las tablas de los escenarios españoles. Por ejemplo, este fin de
semana pude disfrutar del talento de Josep María Flotats encarnando a Descartes.
Pero me distraigo. Hoy quería hablar de cine.
La última película de Juan José Campanella pasó, enamorando
a propios y extraños, salvo excepciones, por la última edición de Zinemaldia. Y
de ese amor absoluto, cálido y fresco, yo también quise participar. Atenuaron
poco a poco las luces de la sala y ya estaba con el alma abierta y el corazón
estallando de gozo. Seguía una intuición, nada realista, pero no me importaba.
Mi entendimiento estaba dispuesto hacia la aceptación de la obra de un autor
que en anteriores ocasiones mucho me había conmovido. Y no me equivoqué.
Las buenas películas del cine actual tienen, todas, una
característica común. El guión. La precisión del mismo, su austeridad esencial,
la ilación entre lo que se cuenta y lo que no se narra directamente ante
nuestros ojos. Los estudios Pixar, los de los dibujos animados, o el grandísimo
Clint Eastwood, por citar tan sólo un par de ejemplos, son buena muestra de
ello. Y Campanella también. En su film, nos habla con infinita dulzura de unos
acontecimientos duros, broncos, perversos, en una etapa convulsa y terrorífica
de la reciente historia argentina. Y, sin embargo, no nos lo muestra apenas.
Concentra su atención en la historia de amor, eterna e inabarcable, de sus
protagonistas, entrelazados mediante una causa judicial que también nos
arrastra, y su propia incapacidad frente a un presente que desean y no
consiguen.
Existe una buena literatura, que ya no se lee. Y
un muy buen cine y teatro, al que apenas se acude. Flotats no logró llenar el
patio de butacas, a diferencia de esos musicales abarrotados de público, como Campanella
no concitó el favor del jurado del festival donostiarra. Pero qué importa. El discurso
del consumismo cultural ya lo conocemos, y sabemos de la peregrinidad de los
certámenes. El discurso que ignoramos, y es el que merece la pena homenajear hoy
en esta columna, se encuentra, aún sin esbozar, en las páginas del próximo
guión que este gran director decida llevar a su gran pantalla