Las noticias sobre terremotos siempre han despertado en mí
una inquietud ambivalente. Qué duda cabe que un temblor de tierra genera una
sensación descorazonadora de servidumbre hacia la naturaleza. Como los
relámpagos o las tempestades, no los controlamos, ni los dominamos, ni siquiera
podemos anticiparnos a ellos. Llegan, descargan su violenta energía en unos
pocos segundos, destruyen y se van. Son fugaces. Son muy extraños. En este
sentido, mi primer sentimiento, de los dos encontrados, no es muy distinto al
que pueda tener usted, lector. Pero sepa que comencé mi andadura científica
como sismólogo, esto es, investigando no solamente las ondas que ocasionan esos
daños terribles, sino también la tierra que subyace bajo nuestros pies. Ella es
el lugar por donde se propagan los seísmos, que solamente por tal razón éstos pueden
considerarse como el mejor escriba de nuestro planeta. Por eso la segunda de
mis inquietudes pivota alrededor de la curiosidad que me suscita esta Tierra
nuestra cuya superficie ocupamos.
Una vez conocí a un absurdo mequetrefe que hacía méritos
para ingresar en el Instituto Geográfico Nacional, ente gubernamental que tiene
por función, entre otras, detectar y comunicar de los movimientos sísmicos. Digo
que era absurdo porque, por querer ejercer de sismólogo, cada vez que un
temblor dejaba tras de sí el correspondiente reguero de muerte, él se dedicaba
a celebrarlo con alborozo. En el elenco de personajes absurdos que uno ha tenido
la infortuna de conocer en esta vida, no me he vuelto a topar jamás con un
tipejo semejante. Pero ya no me espanto de esas cosas. Esta modernidad de vida
nuestra conlleva a perder la perspectiva de lo humanitario y abrazar únicamente
la limitada visión de nuestras entendederas. Acaso por eso, de tanto en cuando,
la naturaleza nos envía un terremoto y puebla de dolor y devastación regiones
enteras, como la de los Abruzos en Italia, para que no olvidemos que hay cosas
que únicamente pueden superarse si trabajamos juntos y juntos colaboramos para
enmendar el daño que han infligido esas fuerzas más poderosas que nosotros
mismos. Lo llaman solidaridad, pero es también otra cosa. Es bonhomía.
Por mucha ciencia de que dispongamos, no
acabamos de entender bien las catástrofes naturales, y éstas no nos entienden a
nosotros. Algo así podríamos reprocharles: que acechen desde el umbral de
nuestra inadvertencia y lo asolen todo sin consciencia ni respeto alguno hacia
nuestra crisis económica y nuestras vacaciones vernales. Por eso lo mejor, lo
deseable, es que si han de pasar, pasen rápido, y que no regresen en años. Que
necesitamos de todo nuestro tiempo para seguir conduciendo esta sociedad hacia
un tipo muy distinto de desastre