jueves, 9 de abril de 2009

Recuerdos de temblores


Las noticias sobre terremotos siempre han despertado en mí una inquietud ambivalente. Qué duda cabe que un temblor de tierra genera una sensación descorazonadora de servidumbre hacia la naturaleza. Como los relámpagos o las tempestades, no los controlamos, ni los dominamos, ni siquiera podemos anticiparnos a ellos. Llegan, descargan su violenta energía en unos pocos segundos, destruyen y se van. Son fugaces. Son muy extraños. En este sentido, mi primer sentimiento, de los dos encontrados, no es muy distinto al que pueda tener usted, lector. Pero sepa que comencé mi andadura científica como sismólogo, esto es, investigando no solamente las ondas que ocasionan esos daños terribles, sino también la tierra que subyace bajo nuestros pies. Ella es el lugar por donde se propagan los seísmos, que solamente por tal razón éstos pueden considerarse como el mejor escriba de nuestro planeta. Por eso la segunda de mis inquietudes pivota alrededor de la curiosidad que me suscita esta Tierra nuestra cuya superficie ocupamos.
Una vez conocí a un absurdo mequetrefe que hacía méritos para ingresar en el Instituto Geográfico Nacional, ente gubernamental que tiene por función, entre otras, detectar y comunicar de los movimientos sísmicos. Digo que era absurdo porque, por querer ejercer de sismólogo, cada vez que un temblor dejaba tras de sí el correspondiente reguero de muerte, él se dedicaba a celebrarlo con alborozo. En el elenco de personajes absurdos que uno ha tenido la infortuna de conocer en esta vida, no me he vuelto a topar jamás con un tipejo semejante. Pero ya no me espanto de esas cosas. Esta modernidad de vida nuestra conlleva a perder la perspectiva de lo humanitario y abrazar únicamente la limitada visión de nuestras entendederas. Acaso por eso, de tanto en cuando, la naturaleza nos envía un terremoto y puebla de dolor y devastación regiones enteras, como la de los Abruzos en Italia, para que no olvidemos que hay cosas que únicamente pueden superarse si trabajamos juntos y juntos colaboramos para enmendar el daño que han infligido esas fuerzas más poderosas que nosotros mismos. Lo llaman solidaridad, pero es también otra cosa. Es bonhomía.
Por mucha ciencia de que dispongamos, no acabamos de entender bien las catástrofes naturales, y éstas no nos entienden a nosotros. Algo así podríamos reprocharles: que acechen desde el umbral de nuestra inadvertencia y lo asolen todo sin consciencia ni respeto alguno hacia nuestra crisis económica y nuestras vacaciones vernales. Por eso lo mejor, lo deseable, es que si han de pasar, pasen rápido, y que no regresen en años. Que necesitamos de todo nuestro tiempo para seguir conduciendo esta sociedad hacia un tipo muy distinto de desastre