Se decía antes que los inviernos crudos desviejan. Las
reses antañonas se apartan de los rebaños para que no impidan la crianza y
desarrollo de los ejemplares jóvenes. En la naturaleza, lo viejo apenas tiene
cabida mucho tiempo. El ciclo de la vida es un proceso donde la sustitución de
lo agotado por lo fresco es algo inherente. Pero la sociedad civil lo ha
convertido en una autopista de destino incierto, donde el consumo y la
obsolescencia campan por sus respetos, sin miramiento alguno por nuestros
mayores. El progreso ha instaurado la cuarta edad donde otrora el invierno desbardaba
las lindes humanas. Pero se ha olvidado decirnos qué hacer con ella, aparte de
olvidarla. Como un buen amigo me solía decir, la gente ahora se muere no de
vieja, sino de viejísima.
Un anciano requiere de muy poco. Sólo necesita el fluir
suave de los días y el cariño de la familia. Sus necesidades son todas básicas.
Inadecuadas para satisfacer los apetitos dinerarios de la sociedad que produce
y consume con frenesí. Por eso mismo, parece que los viejos sobran de todas
partes. Y digo parece, porque en las sociedades ancestrales, y en esas llamativas
culturas aborígenes, un anciano es respetado por ser sabio. Para nuestra
sociedad, sencillamente no sirve. Donde la hora de los cuidados habría de sentirse
como una gratificación y una obligación, nuestra productividad vigente lo ha etiquetado
como el más estéril de los sacrificios.
Tampoco habría de sorprender esta repulsiva subversión del orden
de la vida. Afecta a todas las edades del hombre. La primera edad está cada día
más descuidada, pues hemos sustituido la vigilancia y el afecto por la
guardería abrasiva de la televisión, el botellón o las redes sociales de
internet. La segunda edad vive (vivimos, diré) desvinculada de la grandeza del horizonte,
manifestando una miopía hedonista, torpe e inculta, que sólo permite vislumbrar
las irregularidades del ombligo de cada uno. Y la tercera edad, ésa hacia donde
nos dirigimos todos si el estrés o el infarto no lo impiden antes, se encuentra
prematuramente infrautilizada.
El miedo a morir siempre ha estado vigente en nuestra
cultura, bien lo sabía Unamuno, pero es ahora cuando abrazamos el egoísmo como fingimiento
para superarlo. Por eso nos seduce tanto vivir por encima de nuestras
posibilidades, hurtando recursos a quienes han de existir tras nosotros. Vivir
deprisa. Disfrutarlo todo. Apartar lo que nos impide acumular experiencias, que
todo alimenta. ¿Acaso hicieron nuestros mayores, nuestros viejos de hoy, algo
así con nosotros? Descerebrados e indolentes, el hombre de hoy desdeña la
sabiduría de los ancianos, porque desprecia todo cuanto no provenga de sí mismo.
Luego dicen que hay crisis.