jueves, 2 de abril de 2009

La vida tras nosotros



Se decía antes que los inviernos crudos desviejan. Las reses antañonas se apartan de los rebaños para que no impidan la crianza y desarrollo de los ejemplares jóvenes. En la naturaleza, lo viejo apenas tiene cabida mucho tiempo. El ciclo de la vida es un proceso donde la sustitución de lo agotado por lo fresco es algo inherente. Pero la sociedad civil lo ha convertido en una autopista de destino incierto, donde el consumo y la obsolescencia campan por sus respetos, sin miramiento alguno por nuestros mayores. El progreso ha instaurado la cuarta edad donde otrora el invierno desbardaba las lindes humanas. Pero se ha olvidado decirnos qué hacer con ella, aparte de olvidarla. Como un buen amigo me solía decir, la gente ahora se muere no de vieja, sino de viejísima.
Un anciano requiere de muy poco. Sólo necesita el fluir suave de los días y el cariño de la familia. Sus necesidades son todas básicas. Inadecuadas para satisfacer los apetitos dinerarios de la sociedad que produce y consume con frenesí. Por eso mismo, parece que los viejos sobran de todas partes. Y digo parece, porque en las sociedades ancestrales, y en esas llamativas culturas aborígenes, un anciano es respetado por ser sabio. Para nuestra sociedad, sencillamente no sirve. Donde la hora de los cuidados habría de sentirse como una gratificación y una obligación, nuestra productividad vigente lo ha etiquetado como el más estéril de los sacrificios.
Tampoco habría de sorprender esta repulsiva subversión del orden de la vida. Afecta a todas las edades del hombre. La primera edad está cada día más descuidada, pues hemos sustituido la vigilancia y el afecto por la guardería abrasiva de la televisión, el botellón o las redes sociales de internet. La segunda edad vive (vivimos, diré) desvinculada de la grandeza del horizonte, manifestando una miopía hedonista, torpe e inculta, que sólo permite vislumbrar las irregularidades del ombligo de cada uno. Y la tercera edad, ésa hacia donde nos dirigimos todos si el estrés o el infarto no lo impiden antes, se encuentra prematuramente infrautilizada.
El miedo a morir siempre ha estado vigente en nuestra cultura, bien lo sabía Unamuno, pero es ahora cuando abrazamos el egoísmo como fingimiento para superarlo. Por eso nos seduce tanto vivir por encima de nuestras posibilidades, hurtando recursos a quienes han de existir tras nosotros. Vivir deprisa. Disfrutarlo todo. Apartar lo que nos impide acumular experiencias, que todo alimenta. ¿Acaso hicieron nuestros mayores, nuestros viejos de hoy, algo así con nosotros? Descerebrados e indolentes, el hombre de hoy desdeña la sabiduría de los ancianos, porque desprecia todo cuanto no provenga de sí mismo. Luego dicen que hay crisis.