Lo decía en la radio una de esas locutoras de fama
entretejida en las dimensiones de la pequeña pantalla. Pasada la Operación
Retorno, ahora toca la Operación Bikini. Y de eso quiero hablarles, de
mostrarse en bikini, y no por deleite ante la esplendidez de las formas
femeninas.
A la locutora, como a mí, como a usted, como a tantos, lo
que nos preocupa es mostrarnos desnudos a la intemperie, que es como uno se
encuentra cuando va a la playa a bañarse o broncearse. Y nos preocupa por esas
gorduras y lorzas tan manifiestas y, por ende, desasosegadoras. Un desasosiego
estúpido, pues todos nacemos con los mismos cueros puestos. Pero en esta época
de bonanza, pese a la crisis, la estética, que siempre nada contracorriente,
dicta que lo que vale es el cuerpazo del gachó que sale en el anuncio de la
colonia, o las curvas divinas de la señora estupenda que dice en la tele usar
un anticelulítico, cuando obvio es que lo que necesita es un chuletón.
O sea. Y pasando por alto lo de los músculos, pues a los
mortales comunes nos basta con enorgullecemos de nuestras tonificadas neuronas,
lo que realmente nos duele hasta el tuétano es la grasa que acumulamos. Y que
ni metiendo tripa se consigue disimular que no somos objeto ya del deseo de la
jovencita dieciochera que toma el sol a nuestro lado. Uno siempre piensa que,
en el fondo, lo de la edad no es importante… para los demás. De ahí que los
gimnasios vivan una época tan gloriosa, porque sabido es desde Galeno que el
ejercicio no nos hace más longevos.
Pues sepa usted, lector, que tenemos todos una grasa tan
buena que desaparece a pocas escaleras que subamos. Es la llamada grasa marrón,
de alto contenido en hierro, que prácticamente se quema sola. La tienen en abundancia
los niños y los ratoncitos. Pero, ¡ay desgracia!, no los adultos. La nuestra no
es marrón, sino del color de la eternidad. Pero alguna tenemos, que eso es lo
que han descubierto unos médicos bostonianos muy listos. Está agazapada,
escondida alrededor del cuello y la clavícula. Y por eso resulta difícil de
detectar. Como es grasa buena, y tímida, no quiere pasar demasiado advertida.
En fin. Que acaso pronto ya alguien descubra un
fármaco que beatifique nuestra asquerosa grasa triponcera, y la convierta en
esa grasa buena que nos permita a todos convertirnos en aéreos sílfides de
esbeltez inmaculada. Podremos comer a destajo sin expiar luego nuestras penas
con las mancuernas, y nos iremos olvidando de las tallas que aumentan año tras
año como el IPC.
Pero no sueñe tanto, lector: cuando ese día milagroso llegue,
descubriremos horrorizados un hecho que no habíamos advertido. La jovencita
dieciochera no nos desprecia porque estemos gordos o calvos, sino porque somos
viejos.