jueves, 16 de abril de 2009

Grasa en el cuello


Lo decía en la radio una de esas locutoras de fama entretejida en las dimensiones de la pequeña pantalla. Pasada la Operación Retorno, ahora toca la Operación Bikini. Y de eso quiero hablarles, de mostrarse en bikini, y no por deleite ante la esplendidez de las formas femeninas.
A la locutora, como a mí, como a usted, como a tantos, lo que nos preocupa es mostrarnos desnudos a la intemperie, que es como uno se encuentra cuando va a la playa a bañarse o broncearse. Y nos preocupa por esas gorduras y lorzas tan manifiestas y, por ende, desasosegadoras. Un desasosiego estúpido, pues todos nacemos con los mismos cueros puestos. Pero en esta época de bonanza, pese a la crisis, la estética, que siempre nada contracorriente, dicta que lo que vale es el cuerpazo del gachó que sale en el anuncio de la colonia, o las curvas divinas de la señora estupenda que dice en la tele usar un anticelulítico, cuando obvio es que lo que necesita es un chuletón.
O sea. Y pasando por alto lo de los músculos, pues a los mortales comunes nos basta con enorgullecemos de nuestras tonificadas neuronas, lo que realmente nos duele hasta el tuétano es la grasa que acumulamos. Y que ni metiendo tripa se consigue disimular que no somos objeto ya del deseo de la jovencita dieciochera que toma el sol a nuestro lado. Uno siempre piensa que, en el fondo, lo de la edad no es importante… para los demás. De ahí que los gimnasios vivan una época tan gloriosa, porque sabido es desde Galeno que el ejercicio no nos hace más longevos.
Pues sepa usted, lector, que tenemos todos una grasa tan buena que desaparece a pocas escaleras que subamos. Es la llamada grasa marrón, de alto contenido en hierro, que prácticamente se quema sola. La tienen en abundancia los niños y los ratoncitos. Pero, ¡ay desgracia!, no los adultos. La nuestra no es marrón, sino del color de la eternidad. Pero alguna tenemos, que eso es lo que han descubierto unos médicos bostonianos muy listos. Está agazapada, escondida alrededor del cuello y la clavícula. Y por eso resulta difícil de detectar. Como es grasa buena, y tímida, no quiere pasar demasiado advertida.
En fin. Que acaso pronto ya alguien descubra un fármaco que beatifique nuestra asquerosa grasa triponcera, y la convierta en esa grasa buena que nos permita a todos convertirnos en aéreos sílfides de esbeltez inmaculada. Podremos comer a destajo sin expiar luego nuestras penas con las mancuernas, y nos iremos olvidando de las tallas que aumentan año tras año como el IPC. 

Pero no sueñe tanto, lector: cuando ese día milagroso llegue, descubriremos horrorizados un hecho que no habíamos advertido. La jovencita dieciochera no nos desprecia porque estemos gordos o calvos, sino porque somos viejos.