Me refiero al mundo al revés en que se ha convertido el
cine. Usted decide solazarse una buena tarde de domingo, pongamos por caso, y
acude a ver una película. Eso le supone unos siete euros, en números redondos.
Pero si compra palomitas, refrescos, chucherías, nachos o perritos calientes, le
costará mucho más. Más, digo, que el propio cine. Así, dicen los empresarios de
la cosa, compensan el bajo precio de las entradas.
Extraño negocio para un mundo extraño. En todas las
ciudades, las salas de cine antañonas van desapareciendo. Un proceso migratorio
las condujo adonde siempre, a los centros comerciales. Hemos reemplazado las
escaleras de mármol y los palcos por starwarsianos pasillos de neón azul
flanqueados con puertas que se prolongan hasta el número diecisiete o
dieciocho.
Alguien me comentaba, no hace mucho, que el consumo nos ha
devuelto a la esclavitud de las colas interminables y la obcecación por no
salirse de la norma. A los cines ya no se va caminando por la acera. Las
ciudades viven con gentes que siempre vuelven a casa. Maldita economía de
mercado. Yo prefiero una tienda de ultramarinos donde conozcan mi nombre, el de
mi hijo, si ha pasado la gripe y donde me fíen hasta el viernes porque ando con
prisa y se me ha olvidado el suelto en casa. Pues no. Debo preferir que me
traten como a un número, que el dependiente tenga una ridícula chapa en el
pecho con su nombre (o sea, que no necesite hablar con él) y que me convenza de
que eso es un trato cordial, cuando resulta que parece el mundo descrito por
Huxley.
Pero no se crean. Yo les engaño. A mi manera. El domingo
fui con mi peque a ver, por segunda vez, esa joyita titulada Wall-E. Y
escabullí en el fondo de la mochila, donde llevo sus juguetes y sus cosas, unas
palomitas que hice en casa con sal y aceite de oliva, una botella de agua e
incluso una lata de refresco. Dicen que eso no se puede hacer. Que está
prohibido. No lo hice por mí, sino por mi hijo. Por él decidí no seguir sus estúpidas
normas. Y sobre todo, darle un corte de mangas al timo de sus palomitas que
cuestan 10 veces más y están hasta los topes de ácidos grasos saturados. Hagan
como yo. La próxima vez escabulliré un bocata de jamón hecho en casa y una
cerveza bien fría. Y que no se me pongan chulos, que entonces escabullo una
fiambrera con tortilla, una bota de vino y una manzana.
Quiero iniciar una
revuelta silenciosa en defensa de la dignidad del espectador que, sufriendo este
mundo extraño en que han convertido la existencia humana, exige un poco de
decencia por seguir unas normas inventadas. Y que me echen, que no me admitan
en su sistema. Que entonces me quedaré en casa para dedicarme a las descargas
piratas de cuanto cine sea capaz de acopiar en esta vida. Leñe.