viernes, 17 de octubre de 2008

Sostenibilidad



Les escribo sobre un huerto en un pueblo abandonado, donde, por primavera, aún florecen un cerezo y un pequeño guindo. Antaño, cuando los labriegos aún tenían fuerzas para cavar la tierra con el azadón, el huerto amanecía siempre precioso, con lustre de aseo y esmero, y el sol resplandecía sobre unos surcos bien trazados, rectos y firmes. El pueblucho donde se ubica este huerto es diminuto, desconocido, e idénticamente marchito. Tiene corrales y establos abatidos por la lluvia, casonas solariegas deshabitadas, callejones transidos de silencio y un puñado escaso de chimeneas que no expulsan humos viejos y grises.
A nadie parece importar el transcurrir solitario de este huerto, como si el ocaso silencioso de su vida pudiera resumirse en hojas amarillentas de calendario que caen, laxamente, sobre lumbres viejas y grises, extintas ya hace mucho. El pueblo, si es vetusto, lo es por esta razón, que no por ninguna otra. No es extraño que el tiempo lo haya dejado anclado en el pasado de por vida. Las grandes urbes y la cotidianeidad de la vida, la misma que todos conocemos, han ahogado por completo el antiguo rumor de campesinos, labranza, pastoreo, ganados y tradiciones. Ya sólo queda, de todo aquello, un son triste y delicado, un cántico incrustado en la tierra, cuya tonada habla de silencio, muerte y olvido.
Quienes estaban acostumbrados a escuchar esta canción como uno más de los rumores del campo, hace tiempo que tienen olvidado su significado, como olvidado se encuentra el pueblucho. El cántico ya sólo es perceptible por las cosas inertes y las vidas irracionales. Esos acordes de viento entre flores, de murmullos de fuente, de rayos de sol sobre la mies, ya no son imprescindibles.
Dicen que hubo una época en que los campos reverdecían con puntualidad cada primavera. En que las casonas solariegas parecían sonreír con el devenir de las familias que en ellas moraban. En que las calles aparecían siempre atestadas de gañanes, arados, carromatos y cencerros. Dicen que hubo una época, justamente esa época, en que el pueblo albergaba vida, y no muerte. Como la última de las conciencias vivas se extinguió, ya sólo los campos y los árboles recuerdan que el pueblo existe, aunque siga despoblado.
Hoy es como si el olvido lo despertase cotidianamente de un lánguido sueño que se extingue con el albor de cada día. El mismo albor que, de mañana, ilumina el huerto desaseado e infecundo, donde florecen un cerezo y un pequeño guindo, de blancas flores y ramas cimbreadas por el viento.