Les escribo sobre un huerto en un pueblo abandonado, donde,
por primavera, aún florecen un cerezo y un pequeño guindo. Antaño, cuando los
labriegos aún tenían fuerzas para cavar la tierra con el azadón, el huerto
amanecía siempre precioso, con lustre de aseo y esmero, y el sol resplandecía
sobre unos surcos bien trazados, rectos y firmes. El pueblucho donde se ubica
este huerto es diminuto, desconocido, e idénticamente marchito. Tiene corrales
y establos abatidos por la lluvia, casonas solariegas deshabitadas, callejones
transidos de silencio y un puñado escaso de chimeneas que no expulsan humos
viejos y grises.
A nadie parece importar el transcurrir solitario de este
huerto, como si el ocaso silencioso de su vida pudiera resumirse en hojas
amarillentas de calendario que caen, laxamente, sobre lumbres viejas y grises, extintas
ya hace mucho. El pueblo, si es vetusto, lo es por esta razón, que no por
ninguna otra. No es extraño que el tiempo lo haya dejado anclado en el pasado
de por vida. Las grandes urbes y la cotidianeidad de la vida, la misma que
todos conocemos, han ahogado por completo el antiguo rumor de campesinos,
labranza, pastoreo, ganados y tradiciones. Ya sólo queda, de todo aquello, un
son triste y delicado, un cántico incrustado en la tierra, cuya tonada habla de
silencio, muerte y olvido.
Quienes estaban acostumbrados a escuchar esta canción como
uno más de los rumores del campo, hace tiempo que tienen olvidado su
significado, como olvidado se encuentra el pueblucho. El cántico ya sólo es
perceptible por las cosas inertes y las vidas irracionales. Esos acordes de
viento entre flores, de murmullos de fuente, de rayos de sol sobre la mies, ya
no son imprescindibles.
Dicen que hubo una época en que los campos reverdecían con
puntualidad cada primavera. En que las casonas solariegas parecían sonreír con
el devenir de las familias que en ellas moraban. En que las calles aparecían
siempre atestadas de gañanes, arados, carromatos y cencerros. Dicen que hubo
una época, justamente esa época, en que el pueblo albergaba vida, y no muerte. Como
la última de las conciencias vivas se extinguió, ya sólo los campos y los
árboles recuerdan que el pueblo existe, aunque siga despoblado.
Hoy es como si el olvido lo despertase cotidianamente de un
lánguido sueño que se extingue con el albor de cada día. El mismo albor que, de
mañana, ilumina el huerto desaseado e infecundo, donde florecen un cerezo y un
pequeño guindo, de blancas flores y ramas cimbreadas por el viento.