Me he comprado una TV. Sí, lo han leído bien.
Después de tanto tiempo, ya dispongo del dichoso electrodoméstico que, de
acuerdo a algunas estadísticas, se encuentra en el 99,5% de los hogares. He
claudicado.
Es una tele muy bonita. Ahora son todas planas,
y la mía lo es. Su color es negro azabache. Al encenderla se ha sintonizado
solita a los productos para telespectadores. Hay cientos, miles de ellos. No
solamente están la uno, la dos, la tres, la cuatro, la cinco, la seis, la siete
y la ocho. Fuera de numeración hay muchas más. Muchas. Incluida una amplia variedad
de canales con el único y exclusivo objetivo de vendernos cosas. Sin contar con
la publicidad, que está en todas partes.
Consumir. He ahí la clave de nuestro tiempo. Todo
encaja. Los americanos inventaron en la posguerra mundial aquello de los bienes
de consumo, las necesidades del consumidor, y las astutas obsolescencias. Para
salir de la devastación económica promovieron que la gente consumiese. ¡Pero si
consumir es hasta la receta de ZP para acabar con la crisis! Nada como la tele
para un perfecto engranaje de la cadena de consumo. Nos pasamos todo el día en
el trabajo. Llegamos a casa rendidos. Enchufamos la tele. Entonces vemos un
anuncio con el nuevo e imprescindible móvil superferolítico parido por los japoneses.
Babeamos con la esbeltez impecable de una tipa en minúsculos pantaloncitos que
dice necesitar una crema anticelulitis (jajaja, sí, precisamente ella, seguro
que sí). Nos mordemos los labios con ese coche diseñado para ser conducido
únicamente por los que saben del éxito. E incluso nos mienten con total descaro
acerca de la biodegradabilidad del último detergente que lava no ya solamente
más blanco, sino también más multicolor, más fresco y más suave.
Pero cuántas
chorradas, señor, y no he hecho sino mirar los anuncios. Apagamos el televisor
para irnos a la cama y nos convencemos de que somos una mierda. Y que mañana
hemos de comprar el móvil, ligarnos a la gachí de la anticelulitis, pedir un
crédito para ese coche fabuloso y acabarnos a toda prisa el detergente para
adquirir el otro que es, cómo decirlo, más mejor. Y ya estamos satisfechos.
Mañana, vuelta al trabajo. Más horas aburridas en una grisácea oficina de una
fábrica donde se ensamblan esos trastos que compramos, porque hacerlos, lo que
se dice hacerlos, los hacen esclavizados trabajadores en alguna parte de Asia.
Y luego a casa, a descansar, momento en que la tele nos dirá en qué otros
aspectos somos también una mierda, y cómo mejorarlo. Un ciclo absurdo.
Por cierto. De la tele no pongo los canales. He
conectado un DVD capaz de reproducir miles de películas piratonas descargadas
sin vergüenza alguna de Internet. Pues qué se creían…