viernes, 25 de julio de 2008

Obsolescencias



Me he comprado una TV. Sí, lo han leído bien. Después de tanto tiempo, ya dispongo del dichoso electrodoméstico que, de acuerdo a algunas estadísticas, se encuentra en el 99,5% de los hogares. He claudicado.
Es una tele muy bonita. Ahora son todas planas, y la mía lo es. Su color es negro azabache. Al encenderla se ha sintonizado solita a los productos para telespectadores. Hay cientos, miles de ellos. No solamente están la uno, la dos, la tres, la cuatro, la cinco, la seis, la siete y la ocho. Fuera de numeración hay muchas más. Muchas. Incluida una amplia variedad de canales con el único y exclusivo objetivo de vendernos cosas. Sin contar con la publicidad, que está en todas partes.
Consumir. He ahí la clave de nuestro tiempo. Todo encaja. Los americanos inventaron en la posguerra mundial aquello de los bienes de consumo, las necesidades del consumidor, y las astutas obsolescencias. Para salir de la devastación económica promovieron que la gente consumiese. ¡Pero si consumir es hasta la receta de ZP para acabar con la crisis! Nada como la tele para un perfecto engranaje de la cadena de consumo. Nos pasamos todo el día en el trabajo. Llegamos a casa rendidos. Enchufamos la tele. Entonces vemos un anuncio con el nuevo e imprescindible móvil superferolítico parido por los japoneses. Babeamos con la esbeltez impecable de una tipa en minúsculos pantaloncitos que dice necesitar una crema anticelulitis (jajaja, sí, precisamente ella, seguro que sí). Nos mordemos los labios con ese coche diseñado para ser conducido únicamente por los que saben del éxito. E incluso nos mienten con total descaro acerca de la biodegradabilidad del último detergente que lava no ya solamente más blanco, sino también más multicolor, más fresco y más suave. 
Pero cuántas chorradas, señor, y no he hecho sino mirar los anuncios. Apagamos el televisor para irnos a la cama y nos convencemos de que somos una mierda. Y que mañana hemos de comprar el móvil, ligarnos a la gachí de la anticelulitis, pedir un crédito para ese coche fabuloso y acabarnos a toda prisa el detergente para adquirir el otro que es, cómo decirlo, más mejor. Y ya estamos satisfechos. Mañana, vuelta al trabajo. Más horas aburridas en una grisácea oficina de una fábrica donde se ensamblan esos trastos que compramos, porque hacerlos, lo que se dice hacerlos, los hacen esclavizados trabajadores en alguna parte de Asia. Y luego a casa, a descansar, momento en que la tele nos dirá en qué otros aspectos somos también una mierda, y cómo mejorarlo. Un ciclo absurdo.
Por cierto. De la tele no pongo los canales. He conectado un DVD capaz de reproducir miles de películas piratonas descargadas sin vergüenza alguna de Internet. Pues qué se creían…