Supongo que a usted también le
ocurrió. Que también hubo de contener una náusea espantosa al conocer que un
joven mató a golpes a un bebé por hacerle perder una partida de videoconsola. No
ha escatimado la prensa en descripciones escabrosas y repugnantes acerca de
cómo se produjo el suceso. No las pienso repetir aquí. Bastante asco me produce
ya el asunto. Sobre todo atendiendo la edad del culpable, un dominicano de 19
años. Tan joven, y ya pesa sobre él una acusación del más inadmisible crimen
que podamos tolerar. Porque ha matado a un ruiseñor, a un ser inocente que
probablemente sonreía cuando interpuso sus manitas encima del mando de juego. El
pobre niño tuvo la mala suerte de toparse con una bestia enloquecida.
Este crimen es un nuevo ejemplo de
violencia doméstica. Ese terrorismo de baja intensidad que asola nuestro mundo
sin que parezca existir remedio para sus fechorías. En este caso ha sido un
bebé, pero la víctima hubiera podido ser cualquier persona del entorno del
criminal sin capacidad de responder a la agresión. Quizá a un psicólogo le
baste la razón de su locura transitoria para explicar el suceso ante un
tribunal. Pero yo no soy juez. No debo sentenciar para restablecer la justicia.
Por ello pienso, y temo, que esa reacción desmedida y ciega, pueda volver a
repetirse. La diferencia entre un adulto sano y cabal, y otro que no lo es,
radica en la moderación de que dispone para afrontar las distintas situaciones
de su vividura. En un adulto maduro están arraigadas determinadas convicciones
que le impiden mostrarse de manera violenta y criminal. De lo contrario, todos
actuaríamos como hooligans en alguna ocasión. Todos patearíamos papeleras en un
acceso de rabia. Todos mataríamos bebés inocentes ante cualquier insana
frustración. Todos seríamos maltratadores o acosadores obsesionados. No lo
hacemos, no lo somos, e incluso lo repudiamos. Tal es nuestro convencimiento. Y
nuestra mayor fortaleza. Ese joven no la tiene.
Las páginas de sucesos retratan de
manera constante algunas de nuestras miserias. Lo abominables que podemos
llegar a ser como especie. La violencia, al igual que cualquier otra plaga
incrustada en nuestra condición humana, arroja oscuridad sobre un mundo que tan
brillante aparece casi siempre ante nuestros ojos. Es una oscuridad pútrida y
constante, aunque dosificada. Y comprobamos a diario que resulta costosísimo
ahuyentarla. Pero hemos de lograrlo, o no podremos orientar nuestra sociedad hacia
fines más constructivos.
De verdad, no consigo que se me vaya de la
cabeza el llanto de ese pobre bebé. Pero la vida sigue. Conforme voy terminando
de redactar esta columna, recibo la noticia de la muerte de una joven irunesa,
víctima de la violencia de género.