viernes, 11 de julio de 2008

Matar a un ruiseñor


Supongo que a usted también le ocurrió. Que también hubo de contener una náusea espantosa al conocer que un joven mató a golpes a un bebé por hacerle perder una partida de videoconsola. No ha escatimado la prensa en descripciones escabrosas y repugnantes acerca de cómo se produjo el suceso. No las pienso repetir aquí. Bastante asco me produce ya el asunto. Sobre todo atendiendo la edad del culpable, un dominicano de 19 años. Tan joven, y ya pesa sobre él una acusación del más inadmisible crimen que podamos tolerar. Porque ha matado a un ruiseñor, a un ser inocente que probablemente sonreía cuando interpuso sus manitas encima del mando de juego. El pobre niño tuvo la mala suerte de toparse con una bestia enloquecida.
Este crimen es un nuevo ejemplo de violencia doméstica. Ese terrorismo de baja intensidad que asola nuestro mundo sin que parezca existir remedio para sus fechorías. En este caso ha sido un bebé, pero la víctima hubiera podido ser cualquier persona del entorno del criminal sin capacidad de responder a la agresión. Quizá a un psicólogo le baste la razón de su locura transitoria para explicar el suceso ante un tribunal. Pero yo no soy juez. No debo sentenciar para restablecer la justicia. Por ello pienso, y temo, que esa reacción desmedida y ciega, pueda volver a repetirse. La diferencia entre un adulto sano y cabal, y otro que no lo es, radica en la moderación de que dispone para afrontar las distintas situaciones de su vividura. En un adulto maduro están arraigadas determinadas convicciones que le impiden mostrarse de manera violenta y criminal. De lo contrario, todos actuaríamos como hooligans en alguna ocasión. Todos patearíamos papeleras en un acceso de rabia. Todos mataríamos bebés inocentes ante cualquier insana frustración. Todos seríamos maltratadores o acosadores obsesionados. No lo hacemos, no lo somos, e incluso lo repudiamos. Tal es nuestro convencimiento. Y nuestra mayor fortaleza. Ese joven no la tiene.
Las páginas de sucesos retratan de manera constante algunas de nuestras miserias. Lo abominables que podemos llegar a ser como especie. La violencia, al igual que cualquier otra plaga incrustada en nuestra condición humana, arroja oscuridad sobre un mundo que tan brillante aparece casi siempre ante nuestros ojos. Es una oscuridad pútrida y constante, aunque dosificada. Y comprobamos a diario que resulta costosísimo ahuyentarla. Pero hemos de lograrlo, o no podremos orientar nuestra sociedad hacia fines más constructivos.
De verdad, no consigo que se me vaya de la cabeza el llanto de ese pobre bebé. Pero la vida sigue. Conforme voy terminando de redactar esta columna, recibo la noticia de la muerte de una joven irunesa, víctima de la violencia de género.