Yo nací un 18 de enero, como Jorge Guillén. Me hubiese
gustado leer una noticia sobre los nacimientos habidos el pasado viernes. Poder
especular sobre el futuro de esas almas recién alumbradas, lo que les ha de
deparar la vida. Pero
acostumbran a ser más noticia los óbitos, que dan poco pie a imaginar, por no
decir nada. De la nada, ese no-estado al que llegamos tras todo un existir, no
hay aprovechamiento. Acaso las efemérides. De las efemérides sabemos que, por
ejemplo, Rudyard Kipling falleció un 18 de enero de hace muchos años. Y en
efeméride se convertirá, dentro de unos años, por idéntico motivo, la muerte
extraña, como extraña fue su vida, de Bobby Fischer. El campeón mundial de
ajedrez, muerto loco en Reykiavik, ciudad que le dio la fama, a los 64 años, justo
el número de casillas del tablero. Para inteligencia de mis lectores, sepan
ustedes que el primer campeón mundial de ajedrez del que se tiene noticia fue
un español, Ruy López de Segura, allá por 1573.
Los griegos decían que idiota es el que no se interesa por la política. Bobby Fischer
sostuvo que idiota es quien no se interesa por el ajedrez. Fischer le ganó el
campeonato a Spassky. Pero su victoria no fue solamente ajedrecística. También fue
política. Llamemos así, por llamar de algún modo, a aquella contienda fría que enfrentó
a EEUU y la URSS, al empeño por vaciar de ilusiones y sonrisas el devenir diario
de la humanidad. Fischer
no fue un idiota, por tanto, ni de acuerdo a su propio dictamen, ni al de los
antiguos griegos.
A nosotros nos interesa más la política que el ajedrez. Somos
unos idiotas ante los ojos extintos de Fischer, pero no ante el juicio de los
extintos griegos. Quizá nos interesa tanto porque, a diferencia del ajedrez, la
política se ha convertido en otra fuente más de la telebasura, de tomate, que
dicen ahora. Es bien sabido que en el siglo de Pericles no había más tomate que
el de América, donde crecía asilvestrado o cultivado por las culturas
preincaicas.
El ajedrez deambula, creo, por la beneficencia de los
programas de La 2. La
política, en cambio, lo acapara todo estableciendo sinécdoques entre inquietud
ciudadana y lo que, en verdad, gusta: la crítica mordaz, la descalificación
hiriente, el insulto castigador, el mensaje crispado, la reprobación
permanente. La profesión política es sinónimo de malos, muy malos, jugadores de
ajedrez. Como ese gallego, líder encumbrado en un antidemocrático procedimiento
de partido, que deja en la cuneta a un madrileño, que lo gana todo democráticamente,
para que una madrileña no se queje.
Por cierto, Salomón nunca repartió el niño entre las dos
madres. Por eso fue un juez sabio. Y Fischer jamás abriría una partida para
perderla.