jueves, 3 de enero de 2008

La caza


Creo que alguna vez les he hablado de las Arribes del Duero. Ese lugar magnífico donde el castellano río dibuja las fronteras de España y Portugal. Y de que me siento orgulloso por tener en él mi pasado. Tanto como por su grandiosidad, sus valles escarpados, su paisaje granítico y berroqueños, de difícil tránsito y cansado caminar. Ese rincón salmantino aún permanece anclado en el pasado. Muchos emigraron a estas tierras euskaldunas huyendo de las dificultades de las Arribes. Y aquí han venido haciendo patria vasca.

En las Arribes yo aprendí a ser labriego. Y criar vacas y ovejas. Admiraba especialmente a mi tío, Ángel “Perdigón”, un hombre extraordinario. Y un extraordinario agricultor. Tanto que se ganó el sobrenombre que por aquellas tierras daban a su suegro, mi abuelo, fallecido mucho antes.  Fue mi tío quien, siendo yo muy niño, me enseñó a ir de caza.

A mí era algo que me malhumoraba. Saltaba de la cama en plena noche, mucho antes de salir el sol, y desayunaba un café migado junto al crepitar de la primera lumbre. Afuera los perros alborozaban alegres e instintivos. Mi tío preparaba la escopeta, las postas, y me urgía a espabilar, que ya iba siendo tarde. Luego partíamos hacia los valles lejanos. A buen paso. En silencio y caminando. Escuchando a la mañana. Absortos en la tibieza de la madrugada. Y en el vacío de los campos, que era como a mí se me antojaba que estaban a esa hora tan temprana.

Mi tío seguía las trochas del monte hasta llegar a las peñas donde se escondía la caza. A veces se alejaba corriendo, tras los perros, saltando entre paredes, perdido en medio de los matojos. Alguna vez yo escuchaba un disparo. O una ristra de ellos. Y me parecía una irrupción inadmisible. Se trastocaba el orden de las cosas con aquel estruendo imposible. Interrumpía el sonido del regato en la ribera. Y el oreo del aire en los árboles. Todos los sonidos del monte se volvían entonces violentados. Cuando el disparo rasgaba la espesura, los perros ya ladraban tras su presa.

Mi tío era buen cazador, y se cobraba sus buenas piezas. Le gustaba la caza y disfrutaba con ella. Yo le admiraba también por ello. Su imagen de cazador formaba parte del propio monte. De las tierras. Y de la memoria que yo iba guardando de sus hechos, todos para mí tan extraordinarios. El hombre, unido a su tierra. Un canto hermoso de tonos y sonidos conformes, por desgracia ya tan olvidados.

Mi tío recelaba de los cazadores ocasionales. Y de las partidas organizadas. Y del cobro de triunfos sin esfuerzo. Entendía la caza de un modo distinto. Nunca consiguió convertirme en cazador. Pero sí consiguió una cosa. Que yo recelase del mundo de los cazadores de ciudad que salen al campo a matar por deporte.