La contemplación del paisaje que me rodea no permite inobservar la
hermosa caducidad de una naturaleza bien constituida. Empero, estoy convencido
de que las personas que por este paisaje transitan albergan sentimientos de
inmortalidad. A lo mejor, quién sabe, la inmortalidad se manifiesta a través de
innumerables reflujos del pensamiento. Sobre todo ello ya habló, en su momento,
Unamuno, por citar un nombre conocido. Pero hay más. En nuestro siglo XXI
parece recuperarse la sensación (siempre compleja) de que estamos abocados a la
metempsicosis o transmigración. Vida después de la muerte, en definitiva. Acaso
no vida eterna, pero sí reinicio del ciclo del carbono bajo el cual desplegamos
toda nuestra actividad. Yo no creo en ello. Pero les propongo una ironía, en
forma de serendipia literaria inversa, para terminar esta columna de hoy. Tengo
la convicción de que, acaso nuestro revivir se encuentre iluminado no en la
vida orgánica, sino en la que alguna vez puedan escribir, fortuitamente, de
nosotros mismos.
Edgar Allan Poe publicó en 1837 “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”. En
dicha novela se narran, entre otras circunstancias extraordinarias, las
aventuras de cuatro supervivientes de un naufragio que, tras permanecer varios
días en un bote a la deriva, y acuciados por el hambre, deciden sortear entre
ellos quién ha de sacrificarse para servir de alimento a los demás. Richard
Parker, el grumete, tuvo la desgracia de ser el elegido. Sus compañeros lo
mataron para devorarlo. Cuarenta y siete años después, en 1884, la Mignonette,
una embarcación a vela, zozobró al sur del océano Atlántico. Sus cuatro
tripulantes lograron salvarse a bordo de un bote. Sin embargo, no tenían nada
que comer, así que, desesperados por el hambre, asesinaron y se comieron a uno
de ellos, que se encontraba enfermo y desnutrido. Era el grumete, y su nombre Richard
Parker.