Dicen los entendidos que la vida es una consecuencia de equilibrios muy
sutiles. Ese planeta del que hablo, ahora descubierto, se encuentra a la
distancia idónea de su sol, un sol rojizo y pequeño. Podría albergar vida en
forma de moléculas biológicamente estables, siquiera a nivel bacteriano. A lo
mejor las características del nuevo planeta son de tal condición que permiten
establecer los cauces de la evolución biológica. De ser así, esas formas de
vida podrían influir en el medio en el que viven, adaptarse al mismo y
transformarlo. Hilando aún más fino, se podría especular sobre la existencia de
vida inteligente en ese planeta. Inteligente y avanzada. Sería interesante dialogar
con ellos. Estamos muy lejos de poder enviar naves tripuladas a distancias tan
remotas. Pero en 1974, desde el radiotelescopio de la ciudad portorriqueña de
Arecibo, fuimos capaces de emitir un mensaje a estrellas distantes. Más por
demostrar nuestros logros tecnológicos que por intentar conversar con
extraterrestres. Ahora podemos apuntar mejor. Nuestro mensaje tardaría
solamente veinte años en alcanzar su destino, y otros tantos en regresar si
quienes allí viven son capaces de escucharnos y respondernos. Fíjense en lo que
acabo de decir. Con tal lapso de tiempo en el diálogo, no serían individuos
concretos quienes lo establecieran. Sería la humanidad entera conversando.
Hablar con civilizaciones extraterrestres. ¿No les suscita la idea un
aluvión de preguntas? Dejaré que sea usted, amigo lector, quien disfrute del
placer de imaginar su propio diálogo con un ser de otro parte del universo. Yo
terminaré hoy esta columna regresando con mis palabras a Chile, allá en tierras
australes, al sur de la región de los Lagos, donde un collar de fiordos se entremezcla
con los picos nevados de las cumbres. Es allí donde un volcán, que lucha por emerger
de las aguas, provoca temblores y destrucción entre las gentes de este planeta.