viernes, 17 de octubre de 2025

La proporción y el ladrillo

Dicen que las grandes civilizaciones se definen en la Historia por aquello que han inventado, conquistado guerreando y por lo que han construido para la posteridad. Sin embargo, la letra pequeña de estas interesantes historiografías se encuentra en la evolución de las viviendas que permitieron habitar a sus ciudadanos. 

Una economía no se mide solo por el PIB. También por el número de personas que pueden dormir bajo un techo que sientan suyo, aunque sea alquilado. Y digo "sentir suyo", auqnue sea una proposición cargada de subjetividad y sentimentalismo, porque en estos tiempos de hogaño, la vivienda, en muchos casos, no es un bien que una gran cantidad de ciudadanos identifiquen como algo propio. En esta ecuación, de tipo moral, es donde deberíamos encontrar el punto donde cruza la aritmética de los panfletos ideados por los gobiernos y la dignidad con la que viven las personas.

En España se trata de una ecuación se ha ido volviendo, paulatinamente, más y más inestable. El número de hogares crece mucho más rápido que la población. El Instituto Nacional de Estadística proyecta para 2039 un aumento del 19 % en el número de hogares —unos 3,7 millones más— al tiempo que advierte que su tamaño medio caerá de 2,5 a 2,3 personas. Esta cifra encierra una mutación social que no todo el mundo es capaz de percibir: más soledad, más movilidad, más precariedad (o todo junto, al mismo tiempo). Pero si no lo ha entendido, yo se lo explico a continuación.

Una caída de 2,5 a 2,3 personas por hogar implica cientos de miles de viviendas adicionales sin que aumente la población total. Si un país tiene, como por ejemplo España, 47 millones de habitantes, eso significa que con 2,5 personas por hogar, se necesita unos 18,8 millones de viviendas; si el número de individuos que ocupan la vivienda es 2,3, se necesita más de 20,4 millones de viviendas. La diferencia —esos 1,6 millones— surge porque vivimos más separados: más personas solas, más divorcios, más independencia juvenil tardía, más envejecimiento. Cada punto decimal en ese indicador implica millones de nuevas puertas, grifos, metros cuadrados y costes energéticos. El dato del tamaño medio no habla realmente de metros cuadrados, sino de cultura y de estructura económica. Cambia la demanda, cambia el precio del suelo, cambia el transporte, cambian los servicios públicos y cambia hasta la sociabilidad. Es el corazón silencioso del problema de la vivienda: necesitamos más hogares sin que haya más gente. O, si lo desea aún más nítido, se lo resumo en esta frase: más viviendas pequeñas y flexibles. 

Sucede que la estructura de la oferta sigue anclada en la lógica de otro siglo: pisos grandes, ubicaciones periféricas, escasa rehabilitación. En paralelo, los costes de construcción y financiación se han disparado. El resultado es una paradoja matemática muy inquietante: la demanda se fragmenta, la oferta se rigidiza, y el punto de equilibrio —el precio— se eleva. Según el Banco de España, el alquiler acumula desde 2015 un crecimiento superior al 40 % en las capitales de provincia y en las áreas costeras, pero los salarios apenas han avanzado un 10 %. Creo que eso lo dice todo. El esfuerzo medio dedicado para la adquisición (o alquiler) de vivienda supera ya el 30 % de la renta en los tramos más jóvenes y vulnerables.

Ante esa realidad, el discurso político oscila entre el sentimentalismo y un castigo inmisericorde al ciudadano que es, por definición postmoderna, analfabeto funcional en una amplia mayoría (no me diga, caro lector, que usted ha tenido dificultad en seguir las matemáticas que le he mostrado, por favor). Hay políticos que claman por el derecho a la vivienda como si se tratara de un axioma jurídico de cumplimiento inmediato; otros políticos culpan al Estado de toda ineficiencia y reclaman dejar hacer al mercado. Y ninguno de los dos polos entiende que el problema no es moral ni tampoco ideológico: es estructural. La vivienda obedece a las leyes del equilibrio, no a las de la retórica.

Cada vivienda nueva tarda entre tres y cinco años en completarse. Los visados de obra nueva crecieron un 17 % en 2024 —unos 127.000 proyectos—, pero se trata de una simple gota de agua frente a la marejada demográfica prevista. Buena parte del parque actual de vivienda está mal distribuido: hay 3,8 millones de viviendas vacías, un 14 % del total, todas ellas concentradas en zonas rurales o envejecidas. Las ciudades, en cambio, enfrentan una escasez relativa que empuja al alza los precios. No hay escasez de ladrillo: lo que hay es un problema de ubicación y adecuación. En eso, Spain is also different. La mayoría de los países de nuestro entorno han hecho evolucionar las áreas rurales hasta alojar en ella la industria y el mercado que fustiga el vaciamiento. 

Otro dato, aún más inquietante, lo hallamos en la renta: un 25,8 % de la población vive en riesgo de pobreza o exclusión. Es un cuarto del país el que se encuentra fuera del rango de solvencia que el mercado requiere. Ante eso, el alquiler se convierte en la única vía razonable, pero sin seguridad jurídica para el propietario, el sistema colapsa. En la práctica, se está castigando la oferta: los pequeños propietarios —que concentran más del 90 % de las viviendas arrendadas— se retiran, reduciendo el stock disponible. Y, mientras tanto, la izquierda política sigue defendiendo las okupaciones que favorecen mayoritariamente a mafias y truhanes. 

La economía enseña que cuando una variable se congela por decreto, otra estalla para compensarla. Los límites al alquiler, sin mecanismos de compensación, trasladan el coste a la oferta futura: menos inversión, menos rehabilitación, menos mantenimiento. En el largo plazo, los precios se vuelven más volátiles, no menos. La curva de oferta se vacía. Quien alquila o vende, no atiende a morales.

Sin embargo, el mercado, dejado a su inercia, concentra oportunidades donde hay rentabilidad, no donde hay auténtica necesidad. Y ésa, y no otra, debería ser la actuación del Estado. La ética pública debe corregir esa asimetría orientando los incentivos hacia la producción de vivienda asequible, facilitar la conversión de locales y herencias, y crear un sistema de garantías que reduzca el riesgo de impago, allá donde se necesita. Hacen (mucha) falta reglas estables que devuelvan la previsibilidad al cálculo privado de propietarios y arrendatarios.

Hay además un elemento temporal que rara vez se aborda: la vivienda heredada. En la próxima década, una parte sustancial del parque inmobiliario pasará a manos de una generación que ya posee casa. Esa transferencia podría liberar oferta —si se facilita su adaptación y arrendamiento— o agravar el estancamiento —si se bloquea por trabas fiscales y burocráticas—. La gestión de esa transición definirá el futuro de la vivienda más que cualquier plan quinquenal que los artistas del parlamento se saquen de la chistera.

El debate público suele plantear la vivienda como una lucha entre propietarios y desposeídos, pero la verdadera línea de fractura pasa por lugares muy distantes (aunque no casen bien con las prédicas izquierdistas). No se trata de prometer casas imposibles ni de abandonar a su suerte a quienes no pueden pagarlas. Se trata de entender que la justicia económica no es repartir lo que no existe, sino crear condiciones para que lo posible sea suficiente.

Quizá la sabiduría consista en recuperar la noción de proporción, tan cara a los clásicos: equilibrio entre deseo y límite, entre protección y responsabilidad. Una política de vivienda sensata no debería aspirar a hacer soportable los conflictos que siempre se generan. En eso consiste la civilización (y la economía): en gobernar la escasez.

Por desgracia, y aunque no se discutan los objetivos bonhomistas de las nefastas políticas de la vivienda que se vienen produciendo en España, la crítica hacia todos los planteamientos disfuncionales que han exacerbado el problema hasta la desesperación (en parte porque los políticos, ninguno de los que tienen mando en plaza, sufren escaseces ni penurias) ha de seguir existiendo. Lo realmente paradójico es que siempre acaban sufriendo aquellos que más necesitan del acierto de los políticos a los que votan para que les resuelvan el problema (otra cuestión es que, este Gobierno de España, lleva casi diez años sin resolver ninguno de los problemas que se plantean).

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