miércoles, 29 de octubre de 2025

Violencia, memoria y simulacro

La historia del terrorismo en Europa occidental durante el siglo XX y principios del XXI no puede entenderse sin el análisis de dos organizaciones que, desde contextos distintos, marcaron profundamente la vida de sus respectivas comunidades: ETA en el País Vasco y el IRA en Irlanda del Norte. Ambas nacieron como respuestas a conflictos políticos y culturales de larga duración, y ambas adoptaron la violencia como herramienta de transformación. Pero más allá de los atentados, las víctimas y los titulares, su legado más duradero y menos visible ha sido el desplazamiento humano, el éxodo de quienes no pudieron o no quisieron vivir bajo la sombra del miedo.

ETA (Euskadi Ta Askatasuna), fundada en 1959, surgió como una organización nacionalista vasca en oposición al franquismo. Sin embargo, su evolución la llevó a convertirse en una estructura armada que, durante más de cinco décadas, ejecutó una campaña sistemática de violencia. Entre 1968 y 2002, ETA cometió más de 3,300 atentados, dejando 856 víctimas mortales, más de 2,000 heridos y al menos 66 secuestros. Entre los asesinados, 21 eran niños, víctimas de atentados indiscriminados contra casas cuartel y espacios civiles. Su estrategia combinó asesinatos selectivos —dirigidos contra políticos, empresarios, jueces, periodistas y miembros de las fuerzas de seguridad— con atentados indiscriminados, como el de Hipercor en Barcelona (1987), que mató a 21 personas y dejó 45 heridas.

El IRA (Irish Republican Army), por su parte, tiene una historia más larga, pero su fase más activa y violenta se dio entre 1969 y 1998, con el surgimiento del Provisional IRA. Su objetivo era la reunificación de Irlanda y la expulsión del Reino Unido de Irlanda del Norte. En ese periodo, el IRA fue responsable de aproximadamente 1,800 muertes, incluyendo más de 600 civiles. Sus métodos incluyeron bombas en pubs, estaciones y edificios gubernamentales, así como tiroteos y asesinatos selectivos. En Londres, por ejemplo, se registraron más de 250 ataques con explosivos y 19 tiroteos vinculados al IRA.

Ambas organizaciones compartieron una lógica de guerra de desgaste contra el Estado, pero sus impactos sociales y demográficos fueron distintos. En el caso del IRA, el conflicto conocido como The Troubles provocó una reconfiguración sectaria de barrios y ciudades en Irlanda del Norte. Decenas de miles de personas fueron desplazadas internamente, huyendo de zonas donde su identidad religiosa o política los convertía en blanco. Sin embargo, este desplazamiento fue mayoritariamente interno y menos documentado oficialmente.

En el País Vasco, el fenómeno fue diferente. Según estudios como el del CEU-CEFAS, se estima que al menos 180,000 personas abandonaron Euskadi entre 1977 y 2022 por razones directamente vinculadas a la violencia de ETA. Esto representa cerca del 9% de la población vasca en 1977. A diferencia del caso irlandés, el éxodo vasco fue externo, silencioso y prolongado. No se trató de desplazamientos temporales, sino de rupturas definitivas con el territorio. Muchas de estas personas eran funcionarios, empresarios, profesores, periodistas o simplemente ciudadanos que no compartían la visión nacionalista radical de ETA y que fueron objeto de amenazas, extorsiones o campañas de señalamiento público.

La violencia no fue el único factor. El modelo político excluyente que se consolidó en el País Vasco durante los años de mayor actividad de ETA dificultó el retorno de los exiliados. La falta de garantías democráticas, el silencio institucional ante los asesinatos, y la normalización del discurso de “conflicto político” en lugar de “terrorismo” contribuyeron a que muchas víctimas sintieran que no había lugar para ellas en su tierra natal. A esto se suma la pérdida demográfica indirecta: hijos que no nacieron en Euskadi, familias que se establecieron en otras regiones, y una memoria colectiva fragmentada por el miedo.

Estos datos no son historia, aún no, porque por esa llaga abierta aún sangran muchas familias. Y, sin embargo, en pleno 2025, 71 homenajes a etarras han sido celebrados este verano en el País Vasco y Navarra, 25 de ellos promovidos por ayuntamientos gobernados por EH Bildu, según denuncia Covite. En estos actos, los rostros de asesinos condenados se exhiben en pancartas, se les dedica música festiva, aurreskus y hasta pregones. No hay fotos de los niños muertos. 

Sortu, el partido que lidera EH Bildu, agradece públicamente a terroristas recientemente fallecidos de causas naturales, como Jakes Esnal, "por trabajar por el país", ignorando que ese "trabajo" incluyó, en el caso del etarra que acabamos de mencionar, el asesinato de cinco niños en Zaragoza en 1987. Y mientras tanto, los poderes públicos callan. Ni siquiera hay una condena institucional firme. La Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo exige que estos homenajes sean prohibidos. Pero no se cumple.

EH Bildu, con Sortu como columna vertebral, ocupa 27 de los 75 escaños del Parlamento Vasco, 6 diputados en el Congreso, 5 senadores, y más de 1,400 concejales en todo el país. En muchos municipios, gobierna. En otros, marca la agenda. Y en todos, normaliza el relato de que los asesinos fueron "militantes antifascistas", como ha dicho su secretario general, Arkaitz Rodríguez.

En todo este tiempo, la sociedad vasca, lejos de sanar, se ha desangrado demográficamente. Los jóvenes se marchan. Según estudios recientes, el País Vasco ha perdido atractivo migratorio interno, y la emigración exterior ha crecido tras la crisis. La percepción social endurecida hacia la inmigración y la precarización laboral han contribuido a un clima de desafección y huida. Porque el daño causado por ETA no terminó con su disolución en 2018. Hoy, el dolor se reactiva cada vez que el Gobierno de España, liderado por el PSOE, legitima políticamente a EH Bildu —formación heredera de la izquierda abertzale vinculada históricamente a la banda terrorista— y la convierte en socio parlamentario y municipal. Esta normalización no es solo una estrategia de supervivencia política: es una traición a la memoria de las víctimas.

El pacto del PSOE con EH Bildu para investir a Pedro Sánchez y para entregar alcaldías como la de Pamplona ha sido calificado por asociaciones de víctimas como una bajeza moral y un pacto de la vergüenza. En Navarra, donde ETA asesinó a 42 personas, seis víctimas se han alzado públicamente contra esta alianza, recordando que incluso 12 militantes del propio PSOE fueron asesinados por la banda. ¿Qué significa para sus familias ver cómo el partido que representa al Gobierno entrega poder institucional a quienes jamás han condenado el terrorismo y siguen homenajeando a sus autores?

La participación de EH Bildu en la gobernabilidad nacional y local no es un gesto aislado. En la XIV legislatura, EH Bildu ha votado a favor de más de 80 iniciativas legislativas del Gobierno. Pedro Sánchez, que en 2015 prometía no pactar "nada" con Bildu, ha roto esa promesa en múltiples ocasiones. La contradicción es evidente: mientras en Euskadi el PSOE critica a Bildu por no llamar a ETA banda terrorista, en Madrid lo considera socio fiable para sacar adelante sus políticas sociales.

Este doble discurso erosiona la credibilidad institucional y hiere profundamente a las víctimas. Covite y AVT han denunciado que el perdón que algunos dirigentes de EH Bildu han ofrecido es falso y no creíble, porque nunca va acompañado de una condena explícita del asesinato como método político. Mientras tanto, el PSOE vota junto a Bildu y el PNV para evitar que los crímenes de ETA se estudien en las aulas vascas, borrando así la historia reciente del terrorismo. 

La legitimación política de EH Bildu por parte del PSOE es mucho más que una cuestión fáctica. Representa el abandono de los principios democráticos en favor de la aritmética parlamentaria. Es el mensaje implícito de que el poder vale más que la memoria. Y es, sobre todo, una humillación para quienes perdieron a sus padres, hijos, hermanos o amigos por defender la libertad frente al terror, o simplemente por pasear por la calle. Por eso no es un asunto que hable de ideología ni de alternancia política. Se trata de ética, memoria y justicia. De no permitir que quienes justificaron el asesinato de niños ocupen espacios públicos sin una respuesta firme del Estado. Porque el olvido es el segundo crimen que se ha cometido con ellos, y ése no lo han perpetrado las armas y bombas de unos monstruos y sus muchos cómplices.

viernes, 24 de octubre de 2025

La plaza pública del alma desnuda

El ser humano siempre ha necesitado espejos, si bien la contemplación pura y exacta de su propia imagen no se universales hasta el siglo XIX. Mucho antes, se buscaba el reflejo del propio rostro en el agua quieta de un lago o el metal bruñido de los palacios. La cuestión es que, desde la antigüedad, el hombre ha buscado contemplarse, reconocerse y confirmar su existencia. 

Las redes sociales son el espejo último y más sofisticado. No solo devuelven la imagen, también la multiplican, la distorsionan y la ofrecen a la mirada de los otros. En ese gesto —aparentemente trivial, pero profundamente metafísico— se cifra el drama contemporáneo: la conversión de la intimidad en espectáculo y de la exhibición en principio de identidad.

Lo inquietante no es la vanidad, tan antigua como el hombre y hasta cierto punto necesaria para su afirmación. Lo verdaderamente perturbador es que las redes han disuelto los límites que nos anclaban a lo real. Nos abstraen de la condición material, del rango intelectual, de la edad y del decoro —esa forma de dignidad social que los clásicos consideraban el fundamento de la civilización. En ese espacio todo se mimetiza: el pobre juega a ser rico, el joven finge madurez, el adulto busca relevancia entre adolescentes, y el sabio, con tal de no desaparecer del ruido general, se rebaja al nivel del necio. Como advirtió Ortega, la máscara ha devorado al rostro.

La modernidad digital ha democratizado la palabra, sí, pero al precio de vaciarla de logos y de trivializarla. Lo que antes exigía deliberación, mesura y consecuencia —emitir un juicio, compartir una experiencia, expresar un sentimiento— se ha vuelto impulso, reflejo, ruido. Publicamos antes de pensar, opinamos antes de comprender y condenamos antes de escuchar. Lo que podría haber sido un ágora del pensamiento libre, un espacio kantiano de razón pública, se ha degradado en coliseo de pasiones: lugar donde el ingenio sustituye al argumento y la vehemencia eclipsa la verdad.

El problema no es sólo ético: es ontológico, como intuyó Heidegger cuando advirtió que la técnica no sólo modifica el mundo, sino la esencia del hombre. Las redes no cambian únicamente lo que hacemos, también lo que somos. Construimos nuestra identidad frente a la mirada del otro y, al hacerlo, dejamos de habitar el ser para habitar la representación del yo que somos hasta prácticamente hacerlo desaparecer u olvidar. Nos convertimos en entes de apariencia, esclavos del aplauso, ese sucedáneo contemporáneo del reconocimiento. Nietzsche ya lo había visto venir: el hombre moderno busca la admiración, no la altura; quiere ser aplaudido, no comprendido.

Sin embargo, esta misma lógica del espejo perpetuo contiene una ironía que La Rochefoucauld habría apreciado: por mucho cuidado que pongamos en disfrazar nuestras pasiones con apariencias de piedad y honor, siempre se pueden ver a través de los velos. Quiere decirse que las redes revelan mucho más de lo que sus usuarios pretenden esconder o falsificar en ellas. Lo que mostramos sin querer —la pobreza del lenguaje, la debilidad emocional, la falta de educación— nos delata más que cualquier biografía. Las redes amplifican nuestras carencias mucho más de lo que encumbran las virtudes. El odio, la envidia, la necesidad de atención no surgen como productos de un algoritmo, sino como emanaciones níveas del que actúa y habla sin freno. En cierto modo, el entorno digital cumple el sueño cínico de Diógenes: mostrar al hombre tal cual es, sin artificio. Pero la verdad sin contención degenera en obscenidad y lo que podría ser autoconocimiento se convierte en exhibicionismo.

Algunos celebran esta transparencia como una forma de liberación: “mostrarse sin filtros”, “ser auténtico”. Pero la autenticidad sin el cuidado de la expresión y su contenido es una antigua y bien conocida forma de barbarie. La ausencia de filtros no engendra ninguna verdad, del mismo modo que el desahogo no produce sabiduría. Platón enseñó que la verdad requiere anámnesis, es decir, memoria y silencio. El desahogo digital, en cambio, es puro ruido: catarsis sin el más mínimo pensamiento o desvelos tan continuamos como sin sentido. Llorar en redes no es lo mismo que llorar ante un amigo. Lo primero busca un eco; lo segundo, el consuelo. Entre ambos gestos se abre la frontera que separa la intimidad del exhibicionismo.

Por eso conviene rescatar una prudencia antigua, casi estoica: la de lavar la ropa sucia en casa. No por hipocresía, sino por dignidad. La discreción no es miedo: es nobleza, que es muy distinto. Custodiar la vida interior del ojo público es un acto de resistencia frente a la entropía moral de la exposición. En un tiempo en que se confunde visibilidad con existencia, el pudor se vuelve la más revolucionaria de las virtudes.

Las redes no desaparecerán ni tal vez deban hacerlo, aunque opino que solo deberian permanecer los contenidos y ser erradicadas de cuajo las opiniones y reacciones (quien quiera mostrar su apoyo o rechazo, que publique igualmente un contenido). Como tal ejercicio de mesura no va a suceder, seguirán siendo un espejo que deforme más de lo revelado. Entre mostrar y desnudarse hay una diferencia invisible: la del ser pensante que aún se respeta.

La tecnología no nos ha hecho más sabios, sólo más notorios. Quizá la sabiduría, esa vieja virtud socrática, consista hoy en saber callar, en no publicar, en aceptar que lo valioso no necesita el refrendo o la exaltacion ajena. Porque, al final, el alma no se mide por sus reflejos, sino por su silencio.

viernes, 17 de octubre de 2025

La proporción y el ladrillo

Dicen que las grandes civilizaciones se definen en la Historia por aquello que han inventado, conquistado guerreando y por lo que han construido para la posteridad. Sin embargo, la letra pequeña de estas interesantes historiografías se encuentra en la evolución de las viviendas que permitieron habitar a sus ciudadanos. 

Una economía no se mide solo por el PIB. También por el número de personas que pueden dormir bajo un techo que sientan suyo, aunque sea alquilado. Y digo "sentir suyo", auqnue sea una proposición cargada de subjetividad y sentimentalismo, porque en estos tiempos de hogaño, la vivienda, en muchos casos, no es un bien que una gran cantidad de ciudadanos identifiquen como algo propio. En esta ecuación, de tipo moral, es donde deberíamos encontrar el punto donde cruza la aritmética de los panfletos ideados por los gobiernos y la dignidad con la que viven las personas.

En España se trata de una ecuación se ha ido volviendo, paulatinamente, más y más inestable. El número de hogares crece mucho más rápido que la población. El Instituto Nacional de Estadística proyecta para 2039 un aumento del 19 % en el número de hogares —unos 3,7 millones más— al tiempo que advierte que su tamaño medio caerá de 2,5 a 2,3 personas. Esta cifra encierra una mutación social que no todo el mundo es capaz de percibir: más soledad, más movilidad, más precariedad (o todo junto, al mismo tiempo). Pero si no lo ha entendido, yo se lo explico a continuación.

Una caída de 2,5 a 2,3 personas por hogar implica cientos de miles de viviendas adicionales sin que aumente la población total. Si un país tiene, como por ejemplo España, 47 millones de habitantes, eso significa que con 2,5 personas por hogar, se necesita unos 18,8 millones de viviendas; si el número de individuos que ocupan la vivienda es 2,3, se necesita más de 20,4 millones de viviendas. La diferencia —esos 1,6 millones— surge porque vivimos más separados: más personas solas, más divorcios, más independencia juvenil tardía, más envejecimiento. Cada punto decimal en ese indicador implica millones de nuevas puertas, grifos, metros cuadrados y costes energéticos. El dato del tamaño medio no habla realmente de metros cuadrados, sino de cultura y de estructura económica. Cambia la demanda, cambia el precio del suelo, cambia el transporte, cambian los servicios públicos y cambia hasta la sociabilidad. Es el corazón silencioso del problema de la vivienda: necesitamos más hogares sin que haya más gente. O, si lo desea aún más nítido, se lo resumo en esta frase: más viviendas pequeñas y flexibles. 

Sucede que la estructura de la oferta sigue anclada en la lógica de otro siglo: pisos grandes, ubicaciones periféricas, escasa rehabilitación. En paralelo, los costes de construcción y financiación se han disparado. El resultado es una paradoja matemática muy inquietante: la demanda se fragmenta, la oferta se rigidiza, y el punto de equilibrio —el precio— se eleva. Según el Banco de España, el alquiler acumula desde 2015 un crecimiento superior al 40 % en las capitales de provincia y en las áreas costeras, pero los salarios apenas han avanzado un 10 %. Creo que eso lo dice todo. El esfuerzo medio dedicado para la adquisición (o alquiler) de vivienda supera ya el 30 % de la renta en los tramos más jóvenes y vulnerables.

Ante esa realidad, el discurso político oscila entre el sentimentalismo y un castigo inmisericorde al ciudadano que es, por definición postmoderna, analfabeto funcional en una amplia mayoría (no me diga, caro lector, que usted ha tenido dificultad en seguir las matemáticas que le he mostrado, por favor). Hay políticos que claman por el derecho a la vivienda como si se tratara de un axioma jurídico de cumplimiento inmediato; otros políticos culpan al Estado de toda ineficiencia y reclaman dejar hacer al mercado. Y ninguno de los dos polos entiende que el problema no es moral ni tampoco ideológico: es estructural. La vivienda obedece a las leyes del equilibrio, no a las de la retórica.

Cada vivienda nueva tarda entre tres y cinco años en completarse. Los visados de obra nueva crecieron un 17 % en 2024 —unos 127.000 proyectos—, pero se trata de una simple gota de agua frente a la marejada demográfica prevista. Buena parte del parque actual de vivienda está mal distribuido: hay 3,8 millones de viviendas vacías, un 14 % del total, todas ellas concentradas en zonas rurales o envejecidas. Las ciudades, en cambio, enfrentan una escasez relativa que empuja al alza los precios. No hay escasez de ladrillo: lo que hay es un problema de ubicación y adecuación. En eso, Spain is also different. La mayoría de los países de nuestro entorno han hecho evolucionar las áreas rurales hasta alojar en ella la industria y el mercado que fustiga el vaciamiento. 

Otro dato, aún más inquietante, lo hallamos en la renta: un 25,8 % de la población vive en riesgo de pobreza o exclusión. Es un cuarto del país el que se encuentra fuera del rango de solvencia que el mercado requiere. Ante eso, el alquiler se convierte en la única vía razonable, pero sin seguridad jurídica para el propietario, el sistema colapsa. En la práctica, se está castigando la oferta: los pequeños propietarios —que concentran más del 90 % de las viviendas arrendadas— se retiran, reduciendo el stock disponible. Y, mientras tanto, la izquierda política sigue defendiendo las okupaciones que favorecen mayoritariamente a mafias y truhanes. 

La economía enseña que cuando una variable se congela por decreto, otra estalla para compensarla. Los límites al alquiler, sin mecanismos de compensación, trasladan el coste a la oferta futura: menos inversión, menos rehabilitación, menos mantenimiento. En el largo plazo, los precios se vuelven más volátiles, no menos. La curva de oferta se vacía. Quien alquila o vende, no atiende a morales.

Sin embargo, el mercado, dejado a su inercia, concentra oportunidades donde hay rentabilidad, no donde hay auténtica necesidad. Y ésa, y no otra, debería ser la actuación del Estado. La ética pública debe corregir esa asimetría orientando los incentivos hacia la producción de vivienda asequible, facilitar la conversión de locales y herencias, y crear un sistema de garantías que reduzca el riesgo de impago, allá donde se necesita. Hacen (mucha) falta reglas estables que devuelvan la previsibilidad al cálculo privado de propietarios y arrendatarios.

Hay además un elemento temporal que rara vez se aborda: la vivienda heredada. En la próxima década, una parte sustancial del parque inmobiliario pasará a manos de una generación que ya posee casa. Esa transferencia podría liberar oferta —si se facilita su adaptación y arrendamiento— o agravar el estancamiento —si se bloquea por trabas fiscales y burocráticas—. La gestión de esa transición definirá el futuro de la vivienda más que cualquier plan quinquenal que los artistas del parlamento se saquen de la chistera.

El debate público suele plantear la vivienda como una lucha entre propietarios y desposeídos, pero la verdadera línea de fractura pasa por lugares muy distantes (aunque no casen bien con las prédicas izquierdistas). No se trata de prometer casas imposibles ni de abandonar a su suerte a quienes no pueden pagarlas. Se trata de entender que la justicia económica no es repartir lo que no existe, sino crear condiciones para que lo posible sea suficiente.

Quizá la sabiduría consista en recuperar la noción de proporción, tan cara a los clásicos: equilibrio entre deseo y límite, entre protección y responsabilidad. Una política de vivienda sensata no debería aspirar a hacer soportable los conflictos que siempre se generan. En eso consiste la civilización (y la economía): en gobernar la escasez.

Por desgracia, y aunque no se discutan los objetivos bonhomistas de las nefastas políticas de la vivienda que se vienen produciendo en España, la crítica hacia todos los planteamientos disfuncionales que han exacerbado el problema hasta la desesperación (en parte porque los políticos, ninguno de los que tienen mando en plaza, sufren escaseces ni penurias) ha de seguir existiendo. Lo realmente paradójico es que siempre acaban sufriendo aquellos que más necesitan del acierto de los políticos a los que votan para que les resuelvan el problema (otra cuestión es que, este Gobierno de España, lleva casi diez años sin resolver ninguno de los problemas que se plantean).

viernes, 10 de octubre de 2025

Ruines performativos

Dos años después del 7 de octubre no es la memoria y el recuerdo lo que más duele, sino la desgarradora descomposición moral que ha sobrevenido después. 

Aquel 7 de octubre fue un día en el que el horror se enseñoreó y fue celebrado con júbilo en los vídeos transmitidos por las redes socuales sobre la incursión de Hamas en los asentamientos judíos en las proximidades de Gaza. Vimos a multitudes adultos, ancianos, adolescentes, mujeres y niños gazatíes aplaudiendo con júbilo la carnicería que sus terroristas favoritos (Hamas) habían perpetrado, para colmo del estupor general. Vitoreaban a cada luchador que arrastraba por los cabellos a las judías que habían violado y los cuerpos de los bebés calcinados tras haberlos quemado vivos. Todo en nombre de ese patético y despiadado dios al que llaman Alá y su profeta Mahoma. Clamaban en pos del espectáculo público el contenido de toda aquella carnicería que los demás creímos desterrada de este mundo cuando Auschwiz fue clausurado. Lo que vimos, con espantosa claridad, fue el retrato de unas gentes palestinas que consideraban las muertes y humillaciones de sus convecinos judíos como un trofeo largamente deseado. 

Usted ya no se acuerda. Usted es, probablemente, otro más de los que hogaño borra aquellas imagenes de la retina con los editoriales condescendientes y las excusas académicas de siempre. Porque usted, subliminal e incapaz vecino mío,  y espero que nunca lector de estos artículos,  usted lo único que desea son argumentos infames y mendaces con los que blanquear las atrocidades de unos terroristas abominables a quienes una población alienada e igualmente despreciable ha protegido, cooperado y ensalzado hasta los límites del propio infierno. Los palestinos (no todos ellos, pero sí la mayoría de los palestinos gazatíes). Son ese mismo pueblo al que nadie quiere en parte alguna, ni en Arabia o Egipto o Qatar o Emiratos; ese pueblo mayoritariamente rabioso y colérico que lleva siglos ignorando lo que realmente desea y quiere, porque aquellos que sí han asumido su condición cívica hace muchos años que renegaron de sus orígenes. Pero usted, que solo sabe gritar la palabra genocidio para insuflarse ánimo como quien evacua la mierda en los retretes infectos de Oriente Próximo, usted hace tiempo que dejó de ser un ser pensante para convertirse en una marioneta más de entre las muchas que tienen cabida en este mundo infecto.

No lo culpo, pero usted me resulta despreciable. Ha cooperado de manera eficaz en la subsiguiente operación de blanqueo de los terroristas de Hamas, llamándolos a todos ellos palestinos e inventándose una persecución continua desde el origen de los tiempos; un blanqueo orquestado por las mismas personas de izquierdas que comienzan a pesar en la historia humana más que los más abyectos criminales a quienes protegen contra viento y marea. Usted ha logrado con ello nuevamente la inversión moral entre víctimas y verdugos, como ya sucediese no hace tantos meses en las Vascongadas con la ETA o hace varias décadas en Irlanda con el IRA. Usted, ser ingrato, es el mayor culpable de la actual traición a la decencia elemental: lógicamente, pues usted no dispone de decencia ninguna, aunque crea tenerla toda. Solo es un pobre infeliz, inculto, analfabeto, ideologizado e inmundo ciudadano de un planeta que no comprende.

Fue aquí mismo, en la calle de al lado, en la barra del bar, en la cena familiar, donde la aberrante traición hacia los valores en que usted ha vivido siempre dentro de las fronteras de este país llamado España, tuvo nombre propio y cobró forma. Los he visto con mis propios ojos proferir todas esas abominaciones, y les he escuchado pronunciarlas con voz firme y sin dudas. Se trata de amigos que se dicen cultos y que repiten consignas sin saber nada de ellas. Se trata de vecinos que se hinchan de moral de izquierdas (y algunos de derechas) mientras tragan la propaganda infecta como si estuviesen siendo sometidos a una violación mental de sus neuronas. Se trata de colegas del trabajo que prefieren la postura estética a la verdad o, cuando menos, a respetar el derecho de escuchar a todas las partes, empezando por las que fueron masacrados en primer lugar como hacía cincuenta años que no sucedía en Europa. Es a todos ellos, a todos vosotros, a quienes hablo. Sois la vergüenza de una civilización que perdió el pudor hace mucho tiempo. No sois mártires del progreso; sois cómplices por omisión y por entusiasmo.

No es un insulto gratuito llamaros hipócritas. Es un hecho tan obvio como radical. Porque la hipocresía tiene un gesto claro: indignarse con letra bonita en las redes mientras se aplaude el horror en el vídeo que circula, o llorar por la tele y luego celebrar en la plaza ajena. Eso es lo que pasó hace dos años. Pensasteis de inmediato que los judíos se lo tenían bien merecido por ser ciudadanos de una nación con Estado llamada Israel. Nación que os repugna por motivos que jamás habéis querido investigar. No os interesa ni la justicia, solo buscáis la sensación de onanismo que confiere un hashtag al que os unís sin recelo porque otros miles de descarriados lo han hecho antes. Vuestro heroísmo es de alquiler por horas, se factura en likes y se devuelve con el mismo desdén con que se contrató en un principio. Sois vendedores de una compasión que no os compromete, sois malos carpinteros de un duelo fútil y mendaz que a nada os obliga. Os importa un comino la suerte de los palestinos, tan poco os importa que hasta apoyáis una flota inventada de barcos con alimentos (inexistentes, esta es la invención) y después condenáis las palizas y torturas que dicen haber sufrido sus integrantes en los calabozos israelitas donde permanecieron alimentados y bien tratados. ¿Ayuda humanitaria? Dudo que ninguno de vosotros quiera alojar a los gazatíes en casa (podríais haberlo hecho ya). Solo os importa que unos terroristas masacres judíos, prendan fuego a sus bebés o violen a las mujeres, y todo ello por ese odio inveterado a lo judío, a lo israelí, que pudre vuestros corazones. 

Y no. No confundáis dureza con odio. Hay una diferencia: el odio destruye; la dureza os señala y os avergüenza. Y lo que hay que señalar es vuestra cobardía intelectual: esa comodidad de no leer, de no pensar, de dejar que otros —los periodistas de oficio dudoso, los activistas con intereses en seguir siendo inútiles, los profesionales del teatro humanitario— escriban por vosotros la cartilla moral a la cual ós sentís obligados a adheriros. Es más fácil alinearse con el bando que se proclama políticamente correcto por autodenominarse progresista (y antiamericano) que asumir el esfuerzo de distinguir si realmente las proclamas son correctas o una mera invención ideológica. Vuestra comodidad moral tiene un precio: la complicidad. Analfabetos funcionales ya parecéis serlo.

Decís que habláis en ayuda de los más débiles. Mentís. Habláis por vuestra imagen pública, por el prestigio que sedicentemente os habéis arrogado, por el alivio de no tener que responder preguntas difíciles porque es mucho más facil proclamar la palabra "genocidio", que suena muy insultante y os refuerza en vuestras insignificantes mentes, a enteraros correctamente de cuanto ha sucedido. Cuando la verdad molesta, os volvéis artistas del simulacro porque así os lo han enseñado. Ese mismo simulacro os resulta un plan perfecto para seguir pareciendo dignos siendo, realmente, colosales idiotas. Pero claro, es más sencillo amplificar los relatos de los terroristas (dándoles pátina de veracidad con ello) que ignorar las imágenes que contradicen vuestra fábula. Lo llamáis empatía humanitaria; yo lo llamo mendacidad progresista. Son trampas de retórica para encubrir vuestra turbia pereza moral.

La prensa que os sirve de espejo tampoco está inocente. Hay intereses, modas, clientelas. Hay premios y subvenciones que se consiguen sólo escribiendo el relato que habéis identificado en vuestra excelsa ignorancia como correcto. Y la industria de la compasión, que sabe rentabilizar vuestra impostura, gusta premiar estas versiones tan lucrativas. Y vosotros, por afán de pertenecer a esa secta, que maldita la necesidad que tienen de vosotros, repetís el libreto. Así se fabrica la verdad que más conviene: no la real, sino la más cómoda. Pero no hay heroicidad en vuestra estampida. No hay nobleza en vuestra conversión instantánea. Los conversos por comodidad o por ignorancia son mucho peores que los indiferentes: al menos los indiferentes no fingen. Vosotros, en cambio, sois actores de bolsillo en un teatro de miserias, y haciendo profesión de virtuosismo legitimizáis, sin saber o queriendo no saber, lo que sería inexcusable llamar por su nombre.

Quiero que os miréis en ese espejo: reconoced al menos la facilidad con que habéis cambiado de bando, la rapidez con que habéis sustituido el juicio por la indignación ofrecida por terceros en aras de una unión progresista que solo existe (tal vez) en vosotros, no en ellos. Pensad en las palabras que habéis repetido, en las imágenes que habéis evitado ver, en las risas que habéis sofocado por miedo a contrariar al círculo. Ese silencio cómplice os mancha más que cualquier opinión discordante.

Si hay un camino de redención —y siempre habrá uno para la conciencia— empieza por una sola cosa: el intelecto. Dejad de delegar el pensamiento en influencers y tertulianos. Leed, contrastad, mirad las imágenes completas, preguntad por las fuentes. La primera y más humilde tarea de un ser pensante es comprobar. La segunda es enfrentar la propia vergüenza cuando la comprobación contradice el orgullo.

Y si no queréis ese trabajo, entonces no os quejéis cuando alguien os llame imbéciles o cobardes. Porque cobardía es preferir el aplauso a la verdad. Cobardía es usar la moral como disfraz. Cobardía es transformar la compasión en espectáculo y llamar a eso justicia. Cobardía es conformarse con el primer pensamiento que atraviesa el colon y el recto. Los alemanes de la época nazi fueron, igualmente, cobardes, e igualmente destestaban a los judíos (como vosotros).