viernes, 10 de octubre de 2025

Ruines performativos

Dos años después del 7 de octubre no es la memoria y el recuerdo lo que más duele, sino la desgarradora descomposición moral que ha sobrevenido después. 

Aquel 7 de octubre fue un día en el que el horror se enseñoreó y fue celebrado con júbilo en los vídeos transmitidos por las redes socuales sobre la incursión de Hamas en los asentamientos judíos en las proximidades de Gaza. Vimos a multitudes adultos, ancianos, adolescentes, mujeres y niños gazatíes aplaudiendo con júbilo la carnicería que sus terroristas favoritos (Hamas) habían perpetrado, para colmo del estupor general. Vitoreaban a cada luchador que arrastraba por los cabellos a las judías que habían violado y los cuerpos de los bebés calcinados tras haberlos quemado vivos. Todo en nombre de ese patético y despiadado dios al que llaman Alá y su profeta Mahoma. Clamaban en pos del espectáculo público el contenido de toda aquella carnicería que los demás creímos desterrada de este mundo cuando Auschwiz fue clausurado. Lo que vimos, con espantosa claridad, fue el retrato de unas gentes palestinas que consideraban las muertes y humillaciones de sus convecinos judíos como un trofeo largamente deseado. 

Usted ya no se acuerda. Usted es, probablemente, otro más de los que hogaño borra aquellas imagenes de la retina con los editoriales condescendientes y las excusas académicas de siempre. Porque usted, subliminal e incapaz vecino mío,  y espero que nunca lector de estos artículos,  usted lo único que desea son argumentos infames y mendaces con los que blanquear las atrocidades de unos terroristas abominables a quienes una población alienada e igualmente despreciable ha protegido, cooperado y ensalzado hasta los límites del propio infierno. Los palestinos (no todos ellos, pero sí la mayoría de los palestinos gazatíes). Son ese mismo pueblo al que nadie quiere en parte alguna, ni en Arabia o Egipto o Qatar o Emiratos; ese pueblo mayoritariamente rabioso y colérico que lleva siglos ignorando lo que realmente desea y quiere, porque aquellos que sí han asumido su condición cívica hace muchos años que renegaron de sus orígenes. Pero usted, que solo sabe gritar la palabra genocidio para insuflarse ánimo como quien evacua la mierda en los retretes infectos de Oriente Próximo, usted hace tiempo que dejó de ser un ser pensante para convertirse en una marioneta más de entre las muchas que tienen cabida en este mundo infecto.

No lo culpo, pero usted me resulta despreciable. Ha cooperado de manera eficaz en la subsiguiente operación de blanqueo de los terroristas de Hamas, llamándolos a todos ellos palestinos e inventándose una persecución continua desde el origen de los tiempos; un blanqueo orquestado por las mismas personas de izquierdas que comienzan a pesar en la historia humana más que los más abyectos criminales a quienes protegen contra viento y marea. Usted ha logrado con ello nuevamente la inversión moral entre víctimas y verdugos, como ya sucediese no hace tantos meses en las Vascongadas con la ETA o hace varias décadas en Irlanda con el IRA. Usted, ser ingrato, es el mayor culpable de la actual traición a la decencia elemental: lógicamente, pues usted no dispone de decencia ninguna, aunque crea tenerla toda. Solo es un pobre infeliz, inculto, analfabeto, ideologizado e inmundo ciudadano de un planeta que no comprende.

Fue aquí mismo, en la calle de al lado, en la barra del bar, en la cena familiar, donde la aberrante traición hacia los valores en que usted ha vivido siempre dentro de las fronteras de este país llamado España, tuvo nombre propio y cobró forma. Los he visto con mis propios ojos proferir todas esas abominaciones, y les he escuchado pronunciarlas con voz firme y sin dudas. Se trata de amigos que se dicen cultos y que repiten consignas sin saber nada de ellas. Se trata de vecinos que se hinchan de moral de izquierdas (y algunos de derechas) mientras tragan la propaganda infecta como si estuviesen siendo sometidos a una violación mental de sus neuronas. Se trata de colegas del trabajo que prefieren la postura estética a la verdad o, cuando menos, a respetar el derecho de escuchar a todas las partes, empezando por las que fueron masacrados en primer lugar como hacía cincuenta años que no sucedía en Europa. Es a todos ellos, a todos vosotros, a quienes hablo. Sois la vergüenza de una civilización que perdió el pudor hace mucho tiempo. No sois mártires del progreso; sois cómplices por omisión y por entusiasmo.

No es un insulto gratuito llamaros hipócritas. Es un hecho tan obvio como radical. Porque la hipocresía tiene un gesto claro: indignarse con letra bonita en las redes mientras se aplaude el horror en el vídeo que circula, o llorar por la tele y luego celebrar en la plaza ajena. Eso es lo que pasó hace dos años. Pensasteis de inmediato que los judíos se lo tenían bien merecido por ser ciudadanos de una nación con Estado llamada Israel. Nación que os repugna por motivos que jamás habéis querido investigar. No os interesa ni la justicia, solo buscáis la sensación de onanismo que confiere un hashtag al que os unís sin recelo porque otros miles de descarriados lo han hecho antes. Vuestro heroísmo es de alquiler por horas, se factura en likes y se devuelve con el mismo desdén con que se contrató en un principio. Sois vendedores de una compasión que no os compromete, sois malos carpinteros de un duelo fútil y mendaz que a nada os obliga. Os importa un comino la suerte de los palestinos, tan poco os importa que hasta apoyáis una flota inventada de barcos con alimentos (inexistentes, esta es la invención) y después condenáis las palizas y torturas que dicen haber sufrido sus integrantes en los calabozos israelitas donde permanecieron alimentados y bien tratados. ¿Ayuda humanitaria? Dudo que ninguno de vosotros quiera alojar a los gazatíes en casa (podríais haberlo hecho ya). Solo os importa que unos terroristas masacres judíos, prendan fuego a sus bebés o violen a las mujeres, y todo ello por ese odio inveterado a lo judío, a lo israelí, que pudre vuestros corazones. 

Y no. No confundáis dureza con odio. Hay una diferencia: el odio destruye; la dureza os señala y os avergüenza. Y lo que hay que señalar es vuestra cobardía intelectual: esa comodidad de no leer, de no pensar, de dejar que otros —los periodistas de oficio dudoso, los activistas con intereses en seguir siendo inútiles, los profesionales del teatro humanitario— escriban por vosotros la cartilla moral a la cual ós sentís obligados a adheriros. Es más fácil alinearse con el bando que se proclama políticamente correcto por autodenominarse progresista (y antiamericano) que asumir el esfuerzo de distinguir si realmente las proclamas son correctas o una mera invención ideológica. Vuestra comodidad moral tiene un precio: la complicidad. Analfabetos funcionales ya parecéis serlo.

Decís que habláis en ayuda de los más débiles. Mentís. Habláis por vuestra imagen pública, por el prestigio que sedicentemente os habéis arrogado, por el alivio de no tener que responder preguntas difíciles porque es mucho más facil proclamar la palabra "genocidio", que suena muy insultante y os refuerza en vuestras insignificantes mentes, a enteraros correctamente de cuanto ha sucedido. Cuando la verdad molesta, os volvéis artistas del simulacro porque así os lo han enseñado. Ese mismo simulacro os resulta un plan perfecto para seguir pareciendo dignos siendo, realmente, colosales idiotas. Pero claro, es más sencillo amplificar los relatos de los terroristas (dándoles pátina de veracidad con ello) que ignorar las imágenes que contradicen vuestra fábula. Lo llamáis empatía humanitaria; yo lo llamo mendacidad progresista. Son trampas de retórica para encubrir vuestra turbia pereza moral.

La prensa que os sirve de espejo tampoco está inocente. Hay intereses, modas, clientelas. Hay premios y subvenciones que se consiguen sólo escribiendo el relato que habéis identificado en vuestra excelsa ignorancia como correcto. Y la industria de la compasión, que sabe rentabilizar vuestra impostura, gusta premiar estas versiones tan lucrativas. Y vosotros, por afán de pertenecer a esa secta, que maldita la necesidad que tienen de vosotros, repetís el libreto. Así se fabrica la verdad que más conviene: no la real, sino la más cómoda. Pero no hay heroicidad en vuestra estampida. No hay nobleza en vuestra conversión instantánea. Los conversos por comodidad o por ignorancia son mucho peores que los indiferentes: al menos los indiferentes no fingen. Vosotros, en cambio, sois actores de bolsillo en un teatro de miserias, y haciendo profesión de virtuosismo legitimizáis, sin saber o queriendo no saber, lo que sería inexcusable llamar por su nombre.

Quiero que os miréis en ese espejo: reconoced al menos la facilidad con que habéis cambiado de bando, la rapidez con que habéis sustituido el juicio por la indignación ofrecida por terceros en aras de una unión progresista que solo existe (tal vez) en vosotros, no en ellos. Pensad en las palabras que habéis repetido, en las imágenes que habéis evitado ver, en las risas que habéis sofocado por miedo a contrariar al círculo. Ese silencio cómplice os mancha más que cualquier opinión discordante.

Si hay un camino de redención —y siempre habrá uno para la conciencia— empieza por una sola cosa: el intelecto. Dejad de delegar el pensamiento en influencers y tertulianos. Leed, contrastad, mirad las imágenes completas, preguntad por las fuentes. La primera y más humilde tarea de un ser pensante es comprobar. La segunda es enfrentar la propia vergüenza cuando la comprobación contradice el orgullo.

Y si no queréis ese trabajo, entonces no os quejéis cuando alguien os llame imbéciles o cobardes. Porque cobardía es preferir el aplauso a la verdad. Cobardía es usar la moral como disfraz. Cobardía es transformar la compasión en espectáculo y llamar a eso justicia. Cobardía es conformarse con el primer pensamiento que atraviesa el colon y el recto. Los alemanes de la época nazi fueron, igualmente, cobardes, e igualmente destestaban a los judíos (como vosotros).