viernes, 28 de marzo de 2025

Fogones vetustos

Un señor algo mayor cuyo trabajo consiste en ser el dueño de una conocida marca de supermercados, a los que yo jamás acudo a comprar, todo sea dicho, ha mencionado en una entrevista que dentro de 25 años no habrá cocinas en las casas. Los resaltados y titulares de las entrevistas siempre hay que considerarlos con algún cuidado, porque a la prensa no le duelen prendas adaptar, cuando no directamente tergiversar, una frase concreta extraída sin contextos ni gaitas para que cuadre bien con el impacto emocional que buscan siempre en los lectores (lo llaman atraer la atención, pero es otra cosa).  

Estoy convencido de que, para mucha más gente de las que imaginamos, la cocina es un lugar sobrante. No hay más que ver la cantidad de comida precocinada que se vende. Cada día los estantes se encuentran más poblados de ella. ¿Para qué calentar el horno y preparar un pollo asado si en el correspondiente paquetito sellado y con buen diseño ya hay un ave desplumada y horneada y lista para ser zampada? ¿Por qué molestarse en preparar una rica paella, sea la original o cualesquier arroces con pinta levantina, si en el supermercado te venden las raciones que quieras, extrayéndolas de una paella inmensa a la que siempre le falta cierta cantidad, señal inequívoca de lo bien que se prepara y lo mejor que se vende? Además: ¿sabe usted cocinar los callos? ¿Acaso tiene usted paciencia suficiente para hacer una bechamel deliciosa con trocitos de cocido o pollo o jamón, y con ella preparar esas deliciosas croquetas que a todos gustan, habiéndolas en una bolsa de congelados? 

Cuando mis padres, en Zaragoza, se mudaron de piso, en previsión de su desembarco continuado en el terruño arribeño, lo hicieron a otro cuya cocina era no solo pequeña, sino diminuta, para mayor disgusto de mi madre, a quien encantaba cocinar, lo hiciese mejor o estupendamente. Lo compensaba en su fuero interno con saber que el resto de la casa era de un tamaño razonable, luminosa y bien distribuida. Pero el tamaño de la cocina siempre le supuso más que un engorro, una decepción. Por suerte, en la casa del terruño habilitó una cocina enorme, porque ella siempre fue del tipo de mujer cuyo espacio sagrado y casi exclusivo en el hogar era la cocina. Y no por patriarcalismo. 

Los arquitectos, esos seres especializados en levantar construcciones para distintos fines, y en concreto los arquitectos que diseñan casas y pisos, casi siempre con la única consigna de que sus costes sean igualmente diminutos (que no los precios), tienden o bien a soslayar las cocinas, o bien a soslayarlo todo. Empezando por las paredes, cada vez más finas y delgadas, compensadas (eso dicen) por potentes aislantes que nunca aíslan de nada. El caso es que en las cocinas modernas, al menos las de los pisos fabricados mediante producción en serie, no hay forma de conseguir que sean funcionales y que dispongan de espacio suficiente. Yo creo que los arquitectos se anticiparon en muchas décadas al pensamiento del dueño del supermercado... 

Es graciosa la cosa en muchas de sus variaciones, porque las cocinas anuncian que van a desaparecer, pero se diría que todo el mundo tiene empeño hoy en día en devenir grandísimos cocineros. A los concursos aquellos de cocina que había en la tele, tan horrendos, han seguido las redes sociales con vídeos extra cortos y extra rápidos donde cualquiera exhibe la preparación de una receta y su posterior degustación por parte del mismo que la ha cocinado, sin faltar esos rostros de inmensa autosatisfacción. Ya lo he dejado escrito no hace mucho: es el colmo de la estupidez y de la mentira. Es la cocina espectáculo: solio de una nueva estirpe de cocineros que no necesitan marmitones ni sollastres porque todo lo hacen ellos solos rematadamente bien, y rematadamente veloces, sin posibilidad de acceso a la molicie ni al aburrimiento. Yo pensaba que la cocina era un arte extra lento y extra dilatado en el tiempo. Me gustaría saber qué opina Arguiñano (el pionero del espectáculo rico rico, y que lo sigue haciendo francamente bien) de estos competidores novísimos o incluso del tipo ese ricachón que vende comida industrial a medio orbe en sus supermercados y opina que las cocinas sobran. Tal vez me llevase una gran sorpresa: ya me la llevé al comprobar que bastantes chef no tienen reparos en rubricar las bazofias que algunas empresas venden al público (caso de las multinacionales de comida rápida y basurera), y que en los supermercados se pueden encontrar paquetes de comida precocinada firmados por alguien con toca ("toque blanche", que dicen los franceses, los culpables de que llamemos chef a los cocineros) a quien generalmente no conozco. 

Imagino que al común de las generaciones venideras, lo de "perder el tiempo" con pucheros y sartenes les parecerá una actividad bastante exótica. Abrazarán con agrado cualquier iniciativa que les reste tiempo de cocción, o lo elimine por entero. Si la NASA ya nos metió por los relojes el uso de un aparato tan nefando como es el microondas (electrodoméstico que modifica la estructura molecular de los alimentos para -mediante vibración- producir calor interno: debería llevar adherida una etiqueta con la calavera y las dos tibias), qué no nos querrán meter por ojos y nariz las empresas que se dedican a preparar alimentos procesados, y los supermercados que desean venderlos en ingentes cantidades. 

Luego nos extraña que medio planeta sufra de todo tipo de alergias, intolerancias y distracciones gástricas. Brillante futuro les espera.

viernes, 21 de marzo de 2025

La toga de los falsos dioses

En estos tiempos de malos cronistas e indisimuladas corrupciones, de todo tipo y al mismo tiempo, la épica constitucional parecía estar de capa caída. Diríase que sobreviene el colapso total y definitivo del Estado de Derecho. Responsables hay muchos, tantos que parece una metástasis, pero uno de ellos, uno solo, refleja la peor sinvergonzonería de todas: el Pompidou, así conocido el ente metafísico que, con gravedad bíblica, bajó de los cielos jurídicos para instaurar un nuevo orden político disfrazado de sentencias jurídicas. Todo ello desde la plenipotestad que le concede la presidencia de un órgano, el Tribunal Constitucional, anejo al Poder Judicial, pero sin formar parte de él, que bajo su liderazgo ha asumido responsabilidades de casación y redención de aquellos propios, nunca de extraños, perseguidos en aras de la justicia. Casi nada, que diría el otro, si tuviera ganas.

La pobre y muy provinciana Audiencia Provincial de Sevilla, pese a las lluvias contumaces y los tambores y saetas de las pasiones cristianas, ha osado recientemente cuestionar a esta falsa deidad okupante de un Olimpo togado que jamás fue erigido para tal menester. Hemos de referir que ese cielo de los falsos dioses (llamado TeCé) está nutrido por facciones tan enfrentadas como los partidos del hemiciclo, si no más, y que en buena medida han conseguido calar en el grueso de la sociedad (entre siesta y siesta, entre viaje y viaje de turismo o playa) la idea de que sus decisiones son superiores en todo a los altos tribunales de la nación, incluso más justas y mejor fundamentadas. ¿Y qué han hecho los diosecillos ante tamaña afrenta? Lo propio de cualquier organización criminal disfrazada de institución: aplicar el artículo primero del Manual del Mal Supremo, edición Deluxe. Porque si uno lee con atención —o simplemente con el ceño muy fruncido y una taza de indignación caliente— se da cuenta de que en realidad no estamos hablando de derecho, sino de una especie de tragedia shakespeariana mal guionizada, donde cada gesto del Pompidou no responde a argumentos jurídicos sino a vendettas personales del indocto que lo encumbró, así como sus respectivos humores palaciegos (sin los cuales no se sostiene el monclovismo al que el nefasto gobernante y sus parientes tienen tanta adoración) y, por supuesto, a ese plan maestro consistente en hacer que los sociatas consigan destruir España, pero quedándose ellos con el control del BOE. Ahí es nada.

Y claro, si uno parte de la base de que cada sentencia del TC es, en realidad, una pieza más del puzle sanchista y que cada voto particular se halla escrito con la tinta roja de los sótanos de Ferraz, donde imploran los corruptos y acusados a quienes quieren escucharlos, que son todos, entonces los matices técnicos sobre la malversación o la prevaricación dejan de importar. Porque lo relevante se convierte no en delimitar las razones jurídicas: más bien en adoptar un tono épico de resistencia institucional ante el avance irrefrenable del extremo-derechismo, cáncer tan extendido en los medios de comunicación, entre los jueces y en el grueso de la sociedad que lucha contra los destrozos de las danas, como bien es sabido. Se entiende que entiendan (todos ellos) que la Audiencia de Sevilla haya planteado una cuestión post y pre judicial como si fuese un torpedo togado, probablemente bendecido por el espíritu de Montesquieu y empuñado por una heroína anónima de la judicatura que osó enfrentarse a los falsos dioses.

Mientras ello ocurre, en las salas olímpicas se han sucedido escenas dignas de una telenovela venzolana, tan del gusto del indocto y el parásito bobalicón que, no obstante su incapacidad, sabe muy bien olfatear la alternativa al dinero que nadie quiere darle (y me refiero al Zapatero, sí): gritos, mails reenviados, aspavientos, conspiraciones internas, alguna mirada asesina entre compañeros... Eso es la neutralidad objetiva de Pompidou, quien en público solo habla de salvar la democracia, aunque para ello deba arrastrar por el barro a la pobre justicia enceguecida. En su reino de Mordor, solo hay espacio para un único anillo del poder: el del indocto que lo nombró.

viernes, 14 de marzo de 2025

La guerra en el otro fin del mundo

El odiado Trump no es sino un viejo ricachón metido en política. Quiero enfatizar el adjetivo y aislarlo como sustantivo. Es un viejo. Tan octogenario como repulsivo. Tan millonario como lamentable. Pero lo votaron los estadounidenses, principalmente por falta de comparecencia del adversario, pues la desaparecida Kamala Harris era, realmente, una vaciedad insoportable teñida de progresía woke. Trump, el viejo, ha decidido modificar la posición de EEUU respecto a la guerra en Ucrania (no entiendo por qué es mayoritario el uso de la preposición "de", como si la guerra fuera solo suya). Si Ucrania está en Europa, lo mismo que Rusia (al menos hasta los Urales, que es el trozo de Rusia donde se concentra el poder y el dinero), Trump, el viejo, ha pensado que Europa es quien debe liderar esa afrenta y lidiar con la guerra, estando como está a las puertas. Por citar una ejemplo de las extravagancias escuchadas en el viejo continente tras la decisión, diremos que para un tipejo llamado Rodríguez Zapatero, esta decisión de Trump pone en peligro los valores europeos. Ese inmundo tipejo resulta que es el amigo de un dictador infame llamado Maduro, quien seguramente representa de manera inequívoca esos valores europeos y europeizantes a los que se refiere el encumbrado en oro venezolano. Y así andan las cosas en cuanto a la izquierda por estos pagos, seres tan volubles como codiciosos, capaces de juntarse con asesinos y sus cómplices y coadyuvadores para reivindicar la paz (léase Bildu y su prole). 

Aunque no nos demos cuenta, Europa es el escenario donde sucedieron las dos guerras mundiales, con permiso del Pacífico y de Japón en la segunda contienda. Europa engendró a Hitler, a Stalin, el holocausto, los pogromos, los gulag... todo ello en los últimos ochenta años (la edad de Trump, el viejo). Solo los dictadores de izquierdas en Asia mejoran el récord de exterminio de nuestros europeos satanes. Por lo sucedido en Europa se creó la ONU, ese organismo inservible, de mayor inutilidad que nuestro Senado, adonde van a parar las glorias obsoletas que se quedan sin empleo y no saben hacer la o con un canuto (Bibianas y Pajines, por ejemplo). Rusia, el viejo elefante a quien parece encantar la guerra, es un miembro permanente del organismo fundado para preservar la paz. Rusia es el Bildu del mundo. Por eso, en respuesta a las decisiones de Trump, el viejo, los países de Europa han decidido que necesitan una política común en cuestiones de defensa (defensa de Rusia) y, tal vez, un ejército europeo, porque lo de la OTAN era una forma de expresión yanqui, por mucho que digan.

Trump, el viejo, basa su criterio rupturista en mentiras e insultos hacia Ucrania (hacia su presidente y gobierno). Dice que Ucrania ha engañado a su país, involucrándolo en su guerra contra el invasor (Rusia). Pero la verdad, la diga Agamenón o su porquero, es que todos nosotros jaleamos desde el primer momento en apoyo a Ucrania, prometiendo permanecer unidos a su suerte hasta derrotar al putinesco dictador que se cree Alejandro Magno y es más bien chiquito (en estatura y en estrategias). Ucrania está desolada, repleta de muertos y obligada a defenderse con los recursos aportados por la generosidad europea y yanqui. Como Rusia tiene armas nucleares y el Baldomero ese es un imbécil muy capaz de caer en la tentación de emplearlas, tanto Europa como estados Unidos han estado viéndolas venir en los cuerpos sin vida y los edificios e instalaciones derruidas por Rusia. De hecho, mucho demonizar Europa al putinesco cretino, pero le siguen comprando gas y petróleo. 

Seguramente la única baza que puede blandir ya el enano baldomero sea su rechazo frontal a que Ucrania pertenezca a la OTAN. Sobre todo considerando que la invasión por él promovida ha sido un tremendo fiasco (deberíamos estar hablando del hazmerreír del gigante achacoso, pero no lo hacemos). Trump, el viejo, hizo bien en liderar el argumento de que la guerra ha de acabar, de un modo u otro. Pero no estuvo fino agrediendo al agredido y defendiendo al agresor. En eso se evidencia que está achacoso y que jamás en su vida ha sido un tipo inteligente o fino. Tendrá muchos millones, que las secuelas del Titanic se prolongan hasta su fortuna, pero no tiene ninguna noción de estrategia geopolítica. En Europa nos hemos puesto enseguida a insultar a Trump, el viejo, tal vez con mayor desgarro que el empleado para insultar el otro viejo, el enano Baldomero. Lo que no hemos hecho ha sido reflexionar sobre nuestra confortabilidad e hipocresía. Y, como es habitual, hemos hecho exhibición de la nadería en que se han convertido los prebostes europeos. 

Andan todos los gobiernos excitadísimos con reconvertir militarmente a Europa, para lo que se ha de aumentar el gasto en defensa y la deuda pública, ya de por sí exageradísima. Yo espero que Zelenski, el heroico cómico, no preste demasiada atención a la Comisión Europea ni a los estados miembro. Ucraniana ha impedido heroicamente la invasión de su país y ese es un dato con el que afianzarse a una realidad factible. Permitir compensar la deuda bélica con estados Unidos permitiendo que exploten sus tierras raras, es una satisfactoria manera de liquidar servidumbres (teniendo en cuenta que jamás había explotado esos recursos ni tenía planes para hacerlo). No puede entenderse con Europa: este viejo continente, mucho más viejo que Trump, está repleto de mindundis al frente de sus gobiernos. No tienen ningún plan ni saben ponerse de acuerdo en nada. Con quien tiene que entenderse, pese a todo, es con Trump. Guste más o no guste nada. 

viernes, 7 de marzo de 2025

El vértigo de la nada

Vivimos en la era de la distracción imperecedera. No porque falte tiempo, algo de lo que todo el mundo se queja y siempre sin razón, sino porque nos aterra el silencio en nuestras mentes y cada segundo es un vacío del intelecto que hay que rellenar a toda prisa y a toda costa. Lo hacemos con pantallas, con ruido, con movimiento. Por esa razón miramos sin ver, escuchamos sin oír, nos entretenemos sin estar realmente aburridos.

Nos dijeron que el progreso aporta libertad, pero en realidad nos ha convertido en meros prisioneros del entretenimiento. De las actividades a cualquier costo. A las reuniones con amigos y conocidos o con quien sea. Lo hacemos así porque no sabemos estar solos. No sabemos qué hacer con el tiempo cuando no está pautado por una agenda o por el flujo incesante de las redes. No sabemos estar con los demás sin un móvil entre las manos. Y el mundo, de súbito, se ha configurado para que la vida pase velozmente y enseguida. Tan es así, que nos hemos acostumbrado a la velocidad, a la cascada de imágenes, a la sucesión de estímulos que no dejan espacio para la pausa ni para la pregunta. Y sin embargo, la inquietud sigue ahí. La saturación no apaga el vacío; solo lo maquilla. Por eso, todo está diseñado para que sigamos moviéndonos: el deporte como evasión (y lucimiento personal ente los demás), el trabajo como distracción en espera de que llegue el momento de ocio, los viajes como fuga bajo la excusa de aprender otras culturas (se aprende mucho en un viaje de una semana, ¿verdad?). Nada de todo eso se soporta desde una visión ontológica de nuestra existencia. La filosofía hace tiempo que es una cuestión museística. Hay que hacer, hay que moverse, hay que mirar hacia afuera. Nunca hacia adentro. Llenamos el día de ocupaciones, de metas pequeñas, de consumos sin trascendencia, porque detenerse a pensar asusta. Pensar lleva a cuestionar. Cuestionar lleva a sentir el peso de la existencia. Y preguntarse por el sentido de la vida, incomoda. Exige esfuerzo. Exige aprender, leer, buscar respuestas y no encontrarlas, y reiniciar la búsqueda. 

Y, sin embargo, la pregunta sigue ahí. ¿Para qué todo esto? ¿Por qué, si tan entretenidos estamos, este cansancio de fondo, este hartazgo de lo inmediato, este desasosiego que no se calma por más contenido, más experiencias, más novedades que experimentemos? Las dolencias de moda son la depresión, la angustia, el estrés, la ansiedad, la sensación de fracaso, la envidia insubsanable, la búsqueda de ídolos, la destrucción del pasado donde una vez todo tuvo mucho más sentido. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que la vida jamás fue solamente un tránsito entre pantallas o un tiempo entre viajes a lugares exóticos o el eterno retorno que son los espectáculos deportivos que mueven a masas (donde todo es siempre lo mismo, pero es siempre nuevo)? 

No basta con entretenerse para vivir. Porque lo que nos falta no es diversión, sino sentido. Lo que nos pesa no es la rutina, sino la ausencia de propósito. Estoy convencido de que la verdadera revolución es detenerse, apagar el ruido, mirar el mundo sin filtros, atreverse a hacerse la pregunta esencial sin miedo a la respuesta. Porque, aunque lo disimulemos con distracciones, con tecnología, con urgencias prefabricadas, todos, tarde o temprano, terminamos frente al mismo espejo. Y más vale llegar ahí con la valentía de haber pensado, en lugar de con la fatiga de haber huido.