La política española es el circo donde Pepé y Vox compiten para ver quién hace de cariblanco y quién de augusto, sin saber que ambos lo único que hacen es, en realidad, el ridículo. Nuestra pesadilla monclovita maneja a su antojo los hilos de su partido, de su bancada, de su tele, de sus aliados, de su mujer y no me equivocaría mucho al decir que también de su querida. El Pepé está perdido en el espanto de no saber enfrentarse a un cínico inverecundo porque, lo que en verdad le gustaría, es tener delante al del voxeo y sacudirle estopa mientras pende de una soga. Solo una ayuso tiene clara la jugada: el gallego, insípido como un té verde sin azúcar, ni tiene bemoles para dirigir el país, ni sabe escuchar a los que lo votaron. Quisiera enviar a la hoguera a su doncella orleanesa, pero no desconoce que eso también lo quiso el insulso de su antecesor (y acabó como acabó, por teodorizarse demasiado). Perdida la iniciativa en una batalla política a la que no se puede llevar las armas con que sestean sus señorías en el hemiciclo mientras alguno habla, el gallego se ha puesto el traje de enterrador de su propio partido, convirtiendo a los de la gaviota en un muermo tan atractivo como un documental de tres horas sobre la cría del congrio en aguas salitrosas.
Por detrás del gallego este que, en su afán de modernizarse, incluso se ha quitado las antiparras, trasciende (pero poco) un tipo que se jugó la piel en sus años de mocedad y, de repente, con la epidermis a cubierto, ha necesitado envolverse en el santo sudario para que los opusinos y cristoreyanos de su entorno lo toleren. Han ayudado tantas veces al fulero monclovense en las votaciones, incluso leyendo las leyes que han de votarse, que se recogen en el fragor de una batalla que no saben ganar y dejan que los jueces les despejen el camino. Entre tanto disparate, es fácil al fulastre mayor del reino que desearía república dejarlos en evidencia. Tan sencillo como llevarse una cosa inútil en las rebajas de enero. La erótica política del gallego es tan inexistente como la terraplanicie y lo del otro es puro radicalismo bordado en estofa de la mala. Por supuesto, el inmodesto malandrín no acaba de perder el terreno que al gallego de la inutilidad orgánica produce descalabros tanto en sus pesadillas como en sus intervenciones. Cuando se inventó lo del Verano Azul, creo que pensó en convertirse en Chanquete, porque no se entiende de otro modo.
Vale. El Pepé ganó, por poco, y el gallego perdió el palacio por no entender nada de lo que sus votantes necesitaban. Rodeado de huestes de poco calibre, repleta la tropa de neosociatas camuflados, y con el único cañonero del partido (la ayuso) asaltado tanto por el iracundo impresidente (que no puede con ella) como por los correligionarios (ponlos cuerpo a tierra, maja, que son blanditos), con la única mente aguda (la cayetana) relegada a mamporrear a un pobre diablo ajusticiado en su ministerio por correveidile, este señor insulso (el gallego, me refiero) tampoco va a llegar, como no llegó el de Palencia. Y mejor que no llegue.