viernes, 21 de junio de 2024

Silencio nipón

Hablaba la semana pasada de Singapur, y en esta ocasión lo hago de Tokio, en Japón, hasta donde me desplacé desde la antigua Temasek el sábado pasado para una fugaz, mas intensa, visita de trabajo a uno de los centros digitales más grandes del colosal imperio que ustedes consultan a diario (y donde yo cuelgo estos artículos). En Tokio todo es pequeño: las cafeterías, las tiendas, los edificios, las casa, los huertos... Diríase que la descomunal urbe crecida alrededor de la ciudad de Tokio (y que la engulle) se compone de millares de pequeñísimas piezas que los herederos del imperio del sol han ido disponiendo en forma de rompecabezas, un tanto imposible de resolver, mas siempre asombroso. 

Desde Chiba, donde me alojo, por estar próximo al objetivo cuyo destino nipón me ha sido desvelado, he de tomar un expreso y recorrer durante una hora la vasta conurbación que todo lo llena, profundizando hacia ese centro casi mágico donde turistas y tokiotas pretenden disfrutar de la ciudad. Casas, casitas por todas partes, todas diferentes, todas horribles. Colocan los vehículos (también minúsculos) en garajes mecánicos que se desplazan en vertical, porque no hay otro modo de hacerlo. Me sorprendió lo afanosos que son cultivando unos minúsculos huertos, allá donde es posible, de espléndida belleza plástica. Pero, ante todo, me maravilló lo respetuosos que son los japoneses con el silencio y con los demás. Acostumbrados en España a gritar a todas horas, a encender aparatos de música con el volumen más estridente posible, a pasarnos la vida dando voces ya sea en una celebración, en una reunión, o en un cementerio, la quietud nipona tiene algo de ceremonial. En el metro, nadie lee. Alguno duerme. Muy pocos observan el paisaje o el pasianaje (ese era yo). Todos van pendientes de sus teléfonos celulares, viendo vídeos, o noticias, o jugando, o lo que sea que hagan. Deberían aprender de ello todos quienes, mayores o jóvenes, porque en esto de hacer ruido da lo mismo que uno sea una señora gordinflona de 73 años que una ninfa escuálida de 18: los teléfonos están para enturbiar el ambiente. Por descontado que en los trenes japoneses nadie atiende las llamadas telefónicas. Respetuosamente lo advierten varios carteles, pero diríase que no son necesarios porque la obediencia es plena.

Anduve por la inmensa vastedad del centro, de la ciudad de Tokio, durante toda la jornada. Fui caminando a todas partes y acabé el domingo absolutamente desmembrado: tan colosal es la ciudad y tan distantes sus centros nerviosos, que se extienden como dendritas unidas unas con otras por axones fantasmagóricos por donde deambulan los vehículos, si bien he de advertir que, en domingo, al parecer, nadie los emplea: todos se desplazan en metro. En ninguna parte me apeteció comer: los restaurantes son bares minúsculos donde, en la barra, la gente se sienta ante ella en una especie de taburete. La comida tiene un olor bastante desagradable. Hay quienes enloquecen con el ramen: a mí me parece la expresión lucentísima de una cultura que hace tiempo decidió darle la espalda a su pasado, y que no ha sabido crear apenas nada meritorio, salvo los microchips, las miniaturas y esa espantosa forma gráfica de leer que es el manga.

Volví a Singapur, desde Japón, con la desesperanza de haber presenciado una sociedad no en decadencia, sino en franco declive. Y todo por observar lo que hacen sus gentes.