viernes, 28 de junio de 2024

Clubes de importura

Leo, con cierta extrañeza, que de un tiempo a esta parte vienen proliferando los denominados clubes de lectura, principalmente frecuentados por mujeres, y que muchos de ellos se representan a sí mismo como el reducto espiritual del feminismo moderno. No está mal la fusión sincretista, todo hay que decirlo.

Uno, que ya va teniendo una edad, ha visto nacer muchos intentos de este tipo y, al cabo de tres reuniones, fenecer por asfixia. Casi siempre surgían del idealismo ilusionante de quienes veneran las palabras escritas hasta un punto místico situado entre lo refulgente y lo mesiánico, aunque no sepa distinguir cuál de los dos representa mejor su cualidad: si el brillo fúlgido de aquello subtendido bajo los párrafos (de manera que, obligatoriamente, ha de haber palabras formando frases en ellas) o la devoción religiosa hacia una manera de comunicación que, seamos claros, está en mayor decadencia aún que la cultura japonesa.

Una señora en ese esperpento impreso que, antaño, se erigía como diario independiente de la mañana, se ufanaba de la ausencia de hombres en los clubes de lectura por el temor a que las mujeres cuestionen o directamente se burlen de las ideas expresadas por aquellos. Ya ven: ese es el nivel (luego se extrañan de que más y más prensa impresa acabe en las papeleras de los cuartos de baño). Imagino que daba por sentado que los clubes de lectura son invenciones maravillosas, y la mayoritaria presencia de mujeres en ellos una demostración fehaciente de cómo la fuerza física ha sido la única razón por la que las mujeres hayan estado, durante siglos, maniatadas y mermadas por los varones.

Miren ustedes. Los clubes de lectura son, en nuestro país, de una inutilidad pasmosa, y quienes a ellos acuden deberían pretenden solamente pasar el rato, retrayendo la ufana pretensión de querer parecer intelectuales o simplemente inquietos por lo cultural. Más parecen actividad un tanto amuermada de latitudes donde los inviernos resultan inflexibles, que de una cultura mediterránea bañada de sol y relaciones sociales callejeras. Además, habría que plantearse una pregunta que puede parecer engañosa, cuando no directamente herética: ¿acaso toda la lectura es válida? ¿Lo mismo nutre la bazofia de la autoayuda, la sambumbia sentimentaloide de clara connotaciones femeninas, los bodrios bestsellerianos de sombras extrañas cuando no sabanosánticas, que un poemario de Caballero Bonald, no apto para mentes inanes? El mundo está lleno de gentes que solo leen (o les leen) El Corán, que no por otra razón las mezquitas son ejemplo imperecedero de club de lectura, y ya lo fueron antes los templos cristianos con sus lecturas sagradas y sus interpretaciones (unidireccionales) de la palabra del dios que nació en el exilio babilónico de los judíos.  

Más allá de los tópicos sexistas y prejuicios de siempre, formulaciones todas ellas sin contrastación alguna con la realidad, porque ya sabemos que en estos tiempos de verdades post-mortem la materialidad no se construye con juicios sino con prevenciones, la única cláusula admisible para los clubes de lectura secundados casi unánimemente por mujeres es que aspiran a convertirse en postmodernos conventos de clausura. Y de la lectura solo puede decirse una cosa: cuidado con ella. Platón, en su Fedro, aseveraba que la lectura no deja de ser una engañifa del conocimiento, tan solo una manera de preservar las verdades alcanzadas por reflexión y que habrán de ser pasto del olvido porque, quienes solo se fían de lo escrito (y no de sus ideas, su memoria, o inteligencia: todo eso que llamamos cultura) descuidarán la memoria y jamás alcanzarán dicha reflexión por sí mismos. Hace más de 2.500 años Platón anticipó la vasta incultura que ahora puebla las mentes de los moradores de internet.

Nunca he hallado un Alcibíades en ningún club de lectura. Para escuchar lo que un escritor tiene que decir (si es que tiene algo que decir, que esa es otra) se requiere de soledad y silencio, cosas que no hay en los vagones de metro, tan repletos de sedicentes lectores. 

viernes, 21 de junio de 2024

Silencio nipón

Hablaba la semana pasada de Singapur, y en esta ocasión lo hago de Tokio, en Japón, hasta donde me desplacé desde la antigua Temasek el sábado pasado para una fugaz, mas intensa, visita de trabajo a uno de los centros digitales más grandes del colosal imperio que ustedes consultan a diario (y donde yo cuelgo estos artículos). En Tokio todo es pequeño: las cafeterías, las tiendas, los edificios, las casa, los huertos... Diríase que la descomunal urbe crecida alrededor de la ciudad de Tokio (y que la engulle) se compone de millares de pequeñísimas piezas que los herederos del imperio del sol han ido disponiendo en forma de rompecabezas, un tanto imposible de resolver, mas siempre asombroso. 

Desde Chiba, donde me alojo, por estar próximo al objetivo cuyo destino nipón me ha sido desvelado, he de tomar un expreso y recorrer durante una hora la vasta conurbación que todo lo llena, profundizando hacia ese centro casi mágico donde turistas y tokiotas pretenden disfrutar de la ciudad. Casas, casitas por todas partes, todas diferentes, todas horribles. Colocan los vehículos (también minúsculos) en garajes mecánicos que se desplazan en vertical, porque no hay otro modo de hacerlo. Me sorprendió lo afanosos que son cultivando unos minúsculos huertos, allá donde es posible, de espléndida belleza plástica. Pero, ante todo, me maravilló lo respetuosos que son los japoneses con el silencio y con los demás. Acostumbrados en España a gritar a todas horas, a encender aparatos de música con el volumen más estridente posible, a pasarnos la vida dando voces ya sea en una celebración, en una reunión, o en un cementerio, la quietud nipona tiene algo de ceremonial. En el metro, nadie lee. Alguno duerme. Muy pocos observan el paisaje o el pasianaje (ese era yo). Todos van pendientes de sus teléfonos celulares, viendo vídeos, o noticias, o jugando, o lo que sea que hagan. Deberían aprender de ello todos quienes, mayores o jóvenes, porque en esto de hacer ruido da lo mismo que uno sea una señora gordinflona de 73 años que una ninfa escuálida de 18: los teléfonos están para enturbiar el ambiente. Por descontado que en los trenes japoneses nadie atiende las llamadas telefónicas. Respetuosamente lo advierten varios carteles, pero diríase que no son necesarios porque la obediencia es plena.

Anduve por la inmensa vastedad del centro, de la ciudad de Tokio, durante toda la jornada. Fui caminando a todas partes y acabé el domingo absolutamente desmembrado: tan colosal es la ciudad y tan distantes sus centros nerviosos, que se extienden como dendritas unidas unas con otras por axones fantasmagóricos por donde deambulan los vehículos, si bien he de advertir que, en domingo, al parecer, nadie los emplea: todos se desplazan en metro. En ninguna parte me apeteció comer: los restaurantes son bares minúsculos donde, en la barra, la gente se sienta ante ella en una especie de taburete. La comida tiene un olor bastante desagradable. Hay quienes enloquecen con el ramen: a mí me parece la expresión lucentísima de una cultura que hace tiempo decidió darle la espalda a su pasado, y que no ha sabido crear apenas nada meritorio, salvo los microchips, las miniaturas y esa espantosa forma gráfica de leer que es el manga.

Volví a Singapur, desde Japón, con la desesperanza de haber presenciado una sociedad no en decadencia, sino en franco declive. Y todo por observar lo que hacen sus gentes.

viernes, 14 de junio de 2024

La inmensa lejanía de Asia Pacífico

SG. Así acortan sus habitantes el nombre de Singapur. Una ciudad remota compuesta por muchas islas, casi sesenta, salpicadas alrededor de una más principal, separadas todas ellas por el estrecho más vistoso que tal vez pueda hallarse en esta región. Dirán ustedes que para islas, las de Indonesia, ese lugar de miles de ínsulas, entre las que predomina, por el turismo, Bali, el lugar al que todos acuden en masa, como otrora se acudiese al Caribe o a Benidorm: esto de las oportunidades hoteleras arrastra destrucción natural por doquier, y a eso lo llamamos buen vivir. Pero me quedo en Singapur, que es donde me encuentro.

Este país se halla a menos de cien kilómetros del ecuador terrestre. Adivinarán que la vegetación, como las tormentas, es su más destacada identidad. Allá por donde se esparce la vista, solo se observa frondosa flora de una espesura tan boscosa que acaba por imponer su dictado sobre los edificios y carreteras sin que nada la domeñe. Acaso el mar. Pero, como pasa en muchas grandiosas ciudades, pese a su belleza e hipnótico atractivo, el mar queda siempre a sus espaldas. También es verdad que no hay mares en el mundo como se contemplan en las rías altas gallegas, pero seduce en este rincón del Pacífico reparar en las miles de embarcaciones que, de noche, salpican con sus luces la calmosa tranquilidad del estrecho. Al volver la vista, por ser de noche, y aquí en el ecuador las noches y los amaneceres irrumpen de súbito, la vegetación se ha convertido en un colosal fantasma de carnosidad arborescente, disímil a la presencia montuosa de nuestros bosques mediterráneos, mucho más entrañables.

Uno pensaría que las continuas tormentas y la humedad asfixiante, tan injertadas como las ilusiones en una criatura recién nacida, habrían de amedrentar a los paisanos que aterrizan en estas tierras orilladas en el mar de la China meridional; y un poco así sucede: la gente prefiere remojarse en Bali, o en Malasia o en cualquiera de las costas de Indochina, porque sus adentros perturban más que atrapan. Esta antigua Temasek se ha convertido en una centro financiero de primer orden y, en tal ferocidad ha labrado su auge, que de Stamford Raffles apenas si queda la Rafflesia. La ciudad está preñada de filipinos y malasios, que trabajan en la construcción, y filipinas esclavizadas (aquí también) como internas domésticas: los ricos tienen en todas partes las mismas miserias y el moderno esclavismo es una de ellas.

Me gusta el aire húmedo, asfixiante, de Singapur. Me gusta su pegajosidad grasa y el calor que proviene de todas partes. Exacerba los sentidos, las pasiones y los sueños, especialmente los que vinculan nuestro mundo tan viejo y occidental con la ilusión de las islas perdidas, cuentos escuchados mucho tiempo atrás cuyo origen se ha perdido en la memoria de los tiempos, cada vez más exigua. Pero los piratas, los monstruos marinos, las islas ignotas, las riquezas y la vida tan en libertad como asalvajada, todo ello, proviene de estas remotas islas, por mucho que sus trazas solo hayan permanecido para ser estampadas, como siempre, en Instagram o en las películas. 


viernes, 7 de junio de 2024

Allá arriba, en Lombardía

Almuerzo con vistas al lago de Como. Si extiendo el brazo, puedo tocar el agua fría de esta profunda laguna, envuelta por parajes de difícil acceso donde han ido proliferando moradas hasta conformar un país en sí mismo, alejado de toda Italia. La gente con dinero vive aquí, en mansiones suntuosas de una pequeñez bien aprovechada que, para cualesquier otros, resulta inmensidad. Es el paisaje escarpado lo que le confiere solemnidad e imponencia. Y la proximidad de Milán. Se encuentra tan cerca, y es la ciudad lombarda un desatino industrial y habitacional tan desmedido, que hubo de situar el paraíso a sus puertas para equilibrar un poco la equivocación humana. Pero al edén no puede acceder cualquiera, y de hacerlo, tiene que ser expulsado de inmediato, no sin antes extasiar los sentidos con la impronta de una naturaleza tan equilibrada como majestuosa: así la expulsión deviene martirio y penitencia. 

Ustedes habrán visto los palacios y aledaños en infinidad de películas. En el cine, cierta gente principal que es enfocada por las cámaras tiene muchísimo dinero, lo mismo los personajes que las personas, y no pueden maquinar sus malignidades elefancíacas contra el mundo sin alojarse en cuchitriles mundanos anegados de vulgaridad. Luego los malos de verdad son gente de lo más corriente, fanatizados por entero, pero sin palacios ni mansiones: pero eso es otra historia. El caso es que todas las vistas del magnífico lago suenan a algo ya visto demasiadas veces. Las casonas salpicando todas las laderas; las distribuciones como de paisaje navideño pero sin la blancura de la nieve; el cielo tachonando el agua e importunando las quebradas que ascienden para albergar tanta codicia… 

Por las aguas deambulan barcas y barquichuelas, en algunas contemplé señoras muy señoronas sentadas con animosa paciencia mientras el chófer (en realidad, un simple barquero) barría las leguas del embalse con la embarcación. ¿A dónde iban o de dónde venían? Ni lo sé, ni me importa. En realidad, no tengo la menor idea de quiénes son todas esas gentes de aparente importancia que medran por las colinas escarpadas manifestando opulencia. Pueden ser actores de cine, industriales acreditados, constructores distinguidos o simples herederos con muchos posibles. La arquitectura se contempla como una parte más del paisaje, pero sigue siendo el cielo y el agua aquello que resplandece como un imposible muy destacado de esta vida.

Seguramente el conde de Lara nunca conoció esos parajes. Al castellano magnate, tiempo después, le compondrían un romance situándolo en aquella noble ciudad de Lombardía, donde fuese nombrado de la guerra capitán, y la condesa, que lo supo, no dejaba de llorar (el Mester de Juglaría se queda en los lloros y promesas de prolongada espera, pero el muy tuno quiso volver a casarse en la distancia y la esposa, que salió a encontrarlo, le hizo comprobar lo malos de olvidar que son los primeros amores, como este del embeleso del lago de Como).