viernes, 24 de mayo de 2024

Cuando mayo marcea

Me complace contemplar los amaneceres de mayo, aunque para disfrutarlos he de abrir la ventana de mi dormitorio antes de ir a la ducha, porque el sol ya acostumbra a madrugar bastante. Casi tanto como yo. A un mes del solsticio de verano, los ritmos naturales, ocasionados por la mágica confluencia de una bola en el espacio, desviada de la vertical cuando gira, y desplazándose alrededor de un astro a la prudente distancia en que el agua se mantiene líquida, han permitido desde tiempos ancestrales concebir la magia de estos poderes mágicos, liderados por el sol y el cántico de todos los seres vivientes bajo su manto lumínico, luchando denodadamente contra los poderes del imperio de la noche. Ancestral… en no pocas ocasiones me pregunto, sin saber responder, qué pensarían nuestros ancestros del modo en que venimos desvirtuando un mundo que, para ellos, para nuestros antepasados, era más poderoso que cualquier ser humano, y ahora es un guiñapo al que adoramos cuando lo viajamos y al que menospreciamos cuando no disponemos de él todo lo que nuestro capricho dicta.

Hablaba de los tempranos amaneceres, tragedia de jornaleros, porque las cosas del campo no disponen de más reloj, más cronometría que la del tiempo medido entre orto y ocaso. Bien lo recuerdo, aunque en mi memoria, los tiempos de la cosecha, cuando ayudaba como bracero a mi tío, el auténtico agricultor, eran siempre divertidos, por aquello de ser yo jovenzano y librarme, por los estudios, de los aburrimientos de la siembra o la crianza del ganado, penosos por interminables. Hoy contemplo aquellos días sin límite, transcurridos entre la mitad de junio y los primeros compases de agosto, con la aflicción de verme resignado a la adversidad de un sentimiento que apenas nadie ya comparte, habiendo abdicado en el enano la salvaguarda de unos campos, unas jornadas y unas vividuras, nunca más existentes, el legado de todos mis recuerdos más ufanos.

Nunca, o acaso apenas, disfruté del mes de mayo en los labrantíos y praderas. Este era un mes dedicado a ir culminando las clases, con el rigor secular de los exámenes y pruebas de idoneidad de cuantas materias hubiese en el currículo escolar o universitario. Pero, pese a la aparente tensión que produce el agobio de las letras y los cálculos, todo resultaba alegre y hermoso: los días más largos; el anuncio de las temperaturas más cálidas; el constante trinar en los parques y avenidas de los pajarillos, a quienes siempre parece que estas cosas de los humanos son ridículas (y realmente lo son); los cánticos de mi madre, devota de la muy espiritual madre del mesías, a quien se ofrendaba este mes por aquello de las flores, o eso pensaba mi pobre madre, cuando en realidad se trataba de la transposición del culto a Maia, la diosa de la fertilidad de los romanos, de quien este mes toma su nombre… 

En algunos romances viejos, del final de la Edad Media, hacia el siglo XV, se asociaba mayo a la venida de la calor, cuando los juglares dormían al raso en las praderas y los enamorados cantaban al amor sin necesidad de esperar los tiempos estivales. Y traigo todo esto a colación para mayor oprobio de oportunistas que claman contra lo caliente que venimos dejando el planeta (como si ellos no lo hiciesen también con sus coches y calefacciones y consumos de productos fabricados), que etapas de calor siempre hubo y fueron benignas (en el siglo XII se sembraba trigo en Islandia). Por cierto, este año que marzo mayeó, mayo marceó. O sea…