viernes, 6 de octubre de 2023

Diez años transcurridos

Diez años han pasado desde que ocurriese la irrevocable ausencia de mi padre. (Irrevocable ausencia… No digan que no causa ridiculez leer algo tan afectado y sentencioso. Por qué no decir, llanamente, desde la muerte de mi padre. Cargamos de eufemismos la vida con tal de no encarar su prístina substancia. De nada sirve teñir de conceptualismo un dolor, desgarrador como muy pocos, que jamás desaparece, por mucho que insistamos en que se trata de una ley de vida. Los tecnicismos, como el argot, modifican las cosas hasta desposeerlas de su sustancia. Tendría que ser más pulcro en esto).

Son estos diez años trascurridos una de las pocas razones de desasosiego que invaden mi alma de tanto en cuando: la certeza de la propia muerte. Me preguntaban hace poco si no le tengo miedo. ¿Miedo? Ninguno. Tal vez, lástima: presiento que muy poco podré ya aportar de nuevo, y pocas las esperanzas que conlleve esa ilusión radiante que apremia el espíritu en pos de vivir más y más ampliamente, de forma más interesante, sin reparar en pequeñeces ni dejarse amedrentar por dificultades. Pero, en estos diez años, me he vuelto más cínico y conformista. En demasiadas ocasiones me escucho decir: “bueno, y qué”. El tiempo ha pasado y lo que había de acontecer, ya acaeció. Solo quedan simple hojarasca, un poco de seroja en los flancos del camino, tan frágil y quebradiza que apenas concita otra emoción que el silencio. Solo se vive de joven, cuando la vida es toda ella una aventura, un reto que se adivina interminable, un largo trecho hacia ese espacio ocupado por mayores y ancianos donde las ganas y las pasiones tiempo ha que dieron paso al tedio y la indolencia.

Diez años he seguido caminando en pos de los últimos pasos hollados por mi padre en vida. En ellos he visto crecer a mi hijo hasta convertirse en mozalbete encantador, primero, y cariñoso caballerete, ahora. Cambié mis rutinas, mis labores, casi mi vida entera, y nada de ello cobró importancia alguna realmente. En cambio, sufrí también la pérdida de mi madre, quien abandonó nuestro cariño por reunirse con mi progenitor en los mismos extramuros donde él se había instalado. (Ojalá fuese cierto, y esta poesía resultase cierta, pero mucho me temo que se trata del último fogonazo de belleza con que tratamos de hermosear la existencia). Diez años han sido sin que supiera cuántos diez años me quedan. Ni siquiera esto último tiene tampoco importancia: solo que mi hijo perviva tantos decenios como necesite para contemplar su vida con orgullo.