viernes, 19 de agosto de 2022

Rostro de agosto

Las mañanas despiertan más frescas que días atrás. Cuando pedaleo por las calles en busca de la carretera provincial por donde circulo, apenas me encuentro con nadie. Las heladas de mayo, que ya no recordamos, arrumbaron las huertas y la gente ha optado por dejarlas machorras. Ni siquiera intentan recoger a primera hora los cuatro misérrimos tomates que la tierra quiere producir. En las conversaciones todos repiten que está cambiando el clima y qué va a pasar a partir de ahora. La memoria de las personas es cada día más huidiza. Si escribieran un diario (y no feisbuc o instagram) y lo releyeran, sabrían que en 1989 hizo un calor de muerte hasta septiembre, pero que la primavera fue muy bonancible contribuyendo a la feracidad de las tierras, que duplicó sus cosechas. O que en 1992, cuando los fastos del Quinto Centenario y de las Olimpíadas, heló a primeros de junio y aquel año apenas recogimos patatas tras una cosecha muy postrera. Sin memoria, cada año nos parece distinto y peor.

A mí estos olvidos me traen sin cuidado. Tengo a la civilización en la que vivo por finiquitada y me considero testigo de sus últimos coletazos, repletos de decadencia allá donde mire. Hemos transitado de una estupenda generación, la de nuestros padres (o abuelos, según la edad de cada cual), que sacó adelante un país anclado en la miseria, a una generación medio imbécil, la mía, que ha malogrado todo el esfuerzo de sus mayores por creerse merecedores de ningún esfuerzo, salvo el de levantarse temprano para ir al trabajo y renegar de lo que ellos nos legaron. Por eso vivimos empeñados en empobrecer a nuestros hijos con múltiples invenciones innecesarias, por ejemplo, hacer prevalecer el ecologismo de los muchos Thoreau que por el mundo viven convencidos de que los indios del Beni o el Amazonas son el espejo en que mirar el futuro, al creer que vivieron sin desbaratar un solo arbusto de vegetación. Somos tan molones que ni nos molestamos en leer. Si existiera una Madre Tierra se estaría descoyuntando con nuestras entelequias y mitos. 

Todos estos pensamientos trillan mi mente conforme doy pedaladas por un mundo mucho mejor que ya no existe y que solo permanece en mi memoria. Desapareció sin dejar huella tras enterrar a las personas más capaces que jamás haya conocido. Me preguntó por qué no hemos seguido sus pasos en lugar de abrazar sin ambages esa historia reciente de que los humanos somos un virus mucho peor que el Covid. Tal vez porque, en efecto, nuestros virus tienen nombre: burócratas.