viernes, 21 de enero de 2022

Remembranzas perdidas

Recuerdo uno de aquellos burros de mi pueblo, más concretamente el mío, bebiendo sin prisa del pozo de aguas limpias y frías, dejando pasar la tarde. Tras abrevar, sabía que tocaba guarecerse del crepúsculo y ronzar la buena medida de pienso que le dábamos, con trigo y centeno. Pasaba yo mucho tiempo con aquel burro antañón cuando, al término de la cosecha, tocaba arrear las vacas por los barbechos en lontananza de la hoja labrantía. No le daban miedo las vacas, se arrimaba a ellas cuanto fuera necesario, no como el mulo, su compañero, al que espantaban las astas como si fuesen la osificación del mismísimo diablo. El burro era listo como él solo: entre otros muchos conocimientos, sabía desanudar los lazos del cañizo con que cerrábamos la pesebrera. Solo cuando, finalmente, se hizo viejo, pude verlo dormitar sobre la paja. Yo pensaba que las caballerías nunca dormían. Un buen día, el crepúsculo acudió a sus pupilas, bajo la serenidad del aire franqueado por los vencejos. Mi tío lo vendió, junto al mulo, también ya muy viejo, a un gitano que compraba ganado añoso y a quien pregunté, con una inocencia ciertamente ilusa, a dónde los iban a llevar. “Al starlux”, me replicó. Por ese motivo jamás he comprado sopicaldo de carne. 

Al salir de mi casa, siguiendo los cercados de piedra que definían las sendas del campo en los aledaños del pueblo, podía conducirme a parte ninguna, hacia los minúsculos prados o las roquedas lejanas de la hoja, y extraviarme en aquel laberinto conformado por una naturaleza respetada por el ser humano, no como ahora, que todo lo mancillamos sin detención. Aquel laberinto de silencio hacía brotar en mí el amor por lo que ahora llamamos sencillo o sostenible; en realidad se trataba de una gusanera por un estado de vida que llevaba miles de años aprendiendo a convivir con lo que existe. 

Aquellos fueron días surcados de signos. Los he olvidado casi todos. Tal vez porque soy consciente de su contingencia, ya irreparable. Hay quienes jamás han montado en burro o, si lo han hecho, fue tras pagar un buen dinero a una empresa y subir la fotografía a alguna de las nubes del infierno. Y como esta peculiaridad, tantas otras: el sabor real de la leche ordeñada, el pan horneado a diario en barro, el campo sin suciedad ni ruidos, las camas muy altas y frías en invierno… El burro fue enviado a la carnicería y yo aprendí que aquel amor por la vida natural corría el riesgo de acabarse de súbito para siempre, como así sucedió, que un día se fue para nunca más regresar.