viernes, 20 de agosto de 2021

Telurismo

Una vez que comienzo a pedalear por las Arribes, olvido que el mundo y el tiempo restantes existen o una vez existieron. Sospecho que cada año, por el estío, me envuelve el sortilegio del campo y el aire, el sol y la carretera, el esfuerzo y el dolor, que canta su nana silenciosa al ritmo de las pedaladas. Tal vez por ese motivo no me importa demasiado ni lo que está sucediendo en Afganistán, ni los incendios forestales, ni si el virus infecta más o menos. Agosto cierra la persiana todo el mes, o al menos la porción de tiempo que dedico a empujar la bicicleta con las piernas, y las noticias que suceden ahí fuera, en el espacio circundante que todo lo llena, se me antojan indiferentes. 

Me preocupa mi organismo, que es lo que ha de impulsarme por las carreteras sobre las dos ruedas cuyo siseo es lo único que podría molestar al monte. El domingo recorrí los primeros 40 kilómetros, esa ruta de toboganes constantes que se aleja de las empinadas revueltas de los Arribes, pero que resultan perfectos para acomodar los músculos. Por favor, qué padecimiento. Qué atroz martirio unir al esfuerzo el recuerdo martillador de aquel cuerpo que, nueve meses atrás, volaba por el asfalto y se arrogaba el derecho de cruzar cualesquier revueltas que se le antojase al espíritu que lo impelía. ¡Dónde quedó esa substancia fibrosa, altanera y envanecida que con orgullo le chistaba al mismísimo cañón del Duero! Pero, los días han transcurrido, y el pedaleo ha ido mejorando pese a encontrarse lejos de sus maneras óptimas. Como le espetaron a uno en la cara, dejándolo anonadado, denle tiempo.

Ya son dos los estíos que esta casa lleva existidos sin la presencia de ninguno de mis progenitores. Pareciera que sus muros y dependencias se resisten a admitir que nosotros, los que permanecemos, podamos creernos dueños y amos de sus secretos. El pueblo mismo, esa mezcla heterogénea de vecindades y corrales arrumbados, de añosas viviendas moradas por espíritus o humanos (al final, da lo mismo unos que otros), quiere mirarme con recelo porque sabe que soy extranjero. Quien lo ignora, soy yo. Tal vez sea que mi propia memoria está empeñada en desterrarme del terruño. Incluso tengo tiempo, sobre la bicicleta, de pensar qué sucedería si un día dejase de venir por aquí para siempre…

He de invocar un conjuro que desvele este telurismo que me inquieta. Porque en cada ruta que recorro pedaleando no dejo de contemplar los espectros de mi pasado y ni una sola de las circunstancias actuales que me envuelven.