viernes, 21 de febrero de 2020

Itzuli Donostiara


Llevo, debido a un estimulante proyecto profesional, varios días confinado en la fábrica de chocolate de Willy Wonka, sita en Oñati; donde un angosto valle guipuzcoano parangona el vergel de la Arcadia; donde el paro no existe y las grandes empresas allí ubicadas se las ven y se las desean a la hora de aumentar sus plantillas; donde el euskera que hablan las gentes tiene poco de batúa, tan resilientes a la normativa académica como orgullosos de la virgulilla que ondea en el nombre propio de la localidad donde he venido a trabajar. Y, por supuesto, más arrimado a mi querida Donostia de lo que comúnmente me encuentro.
El frío y la humedad cobran un cariz enigmático y profundo en Guipúzcoa (permítanme que lo escriba así), porque vivifican. En los territorios al sur, donde principian la ancha Castilla y la fecunda Rioja, el frío o la lluvia empañan las almas de sus hoscos y secos habitantes (cómo no he de saberlo yo, ceñudo como soy por castellano y por leonés, distingamos ambas historias ahora unidas). Pero en las tierras vascongadas, bañadas por ríos angostos y rápidos, y mares procelosos e infinitos, el sol brega por prevalecer e inundar de luz las praderas verdeantes y fértiles. Acaso de esa lucha nazca la dulcísima belleza de Euskadi que, lejos de mansedumbre, exige temperamento.
Obras en Donosti. El tráfico del centro, compungido. Y a quién le importa. Nadie mira sino a la ensenada que convierte la experiencia de vivir en algo tan único como celeste. Los amores pueden varar frente a La Concha durante horas y contemplar ensimismados los flujos de la pleamar y bajamar como si el tiempo del reloj no existiera. No que se haya detenido: simplemente la eternidad cobra sentido. Ya pueden los automóviles fastidiar con sus bocinas y celeridades. La arena y el mar son los imperios del sabio.
Para qué les contaré estas cosas, caros lectores, si todos ustedes ya las saben y conocen, y ni falta hace que vengan con palabras a describírselas, porque hay cualidades de tierra y perfumes de mar que no precisan representaciones, menos aún con palabras. Se las cuento porque, solo tal vez, nunca me fui, o no del todo, por impregnarme de realismo. Y cuando los viernes me asomo ante sus ojos y entendimiento desde este espacio hojeable (mientras aún existan hojas) del Diario Vasco, como un paisano cualquiera, me sigo sintiendo guipuzcoano.
Juantxo, Alfonso: vosotros que me estáis leyendo sabéis bien lo penoso que me resulta descender el Deva hacia Pancorbo. Mas, por marzo regreso.