Llevo,
debido a un estimulante proyecto profesional, varios días confinado en la
fábrica de chocolate de Willy Wonka, sita en Oñati; donde un angosto valle
guipuzcoano parangona el vergel de la Arcadia; donde el paro no existe y las
grandes empresas allí ubicadas se las ven y se las desean a la hora de aumentar
sus plantillas; donde el euskera que hablan las gentes tiene poco de batúa, tan
resilientes a la normativa académica como orgullosos de la virgulilla que ondea
en el nombre propio de la localidad donde he venido a trabajar. Y, por
supuesto, más arrimado a mi querida Donostia de lo que comúnmente me encuentro.
El
frío y la humedad cobran un cariz enigmático y profundo en Guipúzcoa
(permítanme que lo escriba así), porque vivifican. En los territorios al sur,
donde principian la ancha Castilla y la fecunda Rioja, el frío o la lluvia
empañan las almas de sus hoscos y secos habitantes (cómo no he de saberlo yo,
ceñudo como soy por castellano y por leonés, distingamos ambas historias ahora
unidas). Pero en las tierras vascongadas, bañadas por ríos angostos y rápidos,
y mares procelosos e infinitos, el sol brega por prevalecer e inundar de luz
las praderas verdeantes y fértiles. Acaso de esa lucha nazca la dulcísima
belleza de Euskadi que, lejos de mansedumbre, exige temperamento.
Obras
en Donosti. El tráfico del centro, compungido. Y a quién le importa. Nadie mira
sino a la ensenada que convierte la experiencia de vivir en algo tan único como
celeste. Los amores pueden varar frente a La Concha durante horas y contemplar
ensimismados los flujos de la pleamar y bajamar como si el tiempo del reloj no
existiera. No que se haya detenido: simplemente la eternidad cobra sentido. Ya
pueden los automóviles fastidiar con sus bocinas y celeridades. La arena y el
mar son los imperios del sabio.
Para
qué les contaré estas cosas, caros lectores, si todos ustedes ya las saben y
conocen, y ni falta hace que vengan con palabras a describírselas, porque hay
cualidades de tierra y perfumes de mar que no precisan representaciones, menos
aún con palabras. Se las cuento porque, solo tal vez, nunca me fui, o no del
todo, por impregnarme de realismo. Y cuando los viernes me asomo ante sus ojos
y entendimiento desde este espacio hojeable (mientras aún existan hojas) del
Diario Vasco, como un paisano cualquiera, me sigo sintiendo guipuzcoano.
Juantxo,
Alfonso: vosotros que me estáis leyendo sabéis bien lo penoso que me resulta
descender el Deva hacia Pancorbo. Mas, por marzo regreso.