viernes, 22 de marzo de 2019

Viajes


Suele ser habitual que, cuando hablo en estas columnas de las cosas que he visto o sentido en alguno de mis viajes, lo primero que escuche sea eso de: “¡Qué suerte tienes! ¡Cómo viajas!”. Cómo por cuánto, claro está, porque si realmente la exclamación se orientase al modo, habría de responder de inmediato: “como las sardinas en conserva”. Pero sucede que en estos tiempos que corren lo del modo de viajar transita el camino inverso al que abrió la comodidad, y todos tan contentos por la poquísima cantidad de parné que uno necesita emplear en eso de llegar a otra parte.
Son tiempos, digo, en los que se encuentra sublimada la noble experiencia de ir a otro sitio no por el descubrimiento interior que supone sino por el lamentable afán de decir que se ha estado, subir nuevos autorretratos (cientos) a Instagram, comer cosas exóticas (las mismas que cuesta tan poco encontrar ya en los supermercados) y dárselas uno de ser muy viajado y devoto del movimiento perpetuo a poco que esté cayendo el fin de semana o, aún mejor, un buen puente, de esos que menudean por el calendario laboral.
Decía Juan Gelman que leer es viajar por uno mismo. La lectura, al menos, se encuentra rebosante de viajes interiores, que son los más importantes y no tienen nada de molesto salvo que uno reduzca la suscripción al transporte en metro, que es lo más parecido a esa experiencia horrenda en que se ha convertido el viaje en avión, donde lo que rebosa es la inconveniencia y las molestias: nos transportan sin espacio, tratándonos de cualquier manera, y hasta de pie nos quieren acabar moviendo (exactamente como en el metro) por los cielos.
El viajero de este siglo es un ciudadano que sabe moverse por todas partes, menos por una: como las penínsulas (el istmo lo constituye, por supuesto, el yo interior que solo viviendo otras vidas en las páginas de un libro se descubre). Supongo que la cosa va de las experiencias, algo en lo que yo suelo estar mal versado. Los amigos de Queco, en quienes aflora la incipiente rebeldía quinceañera, le dicen que, de bueno que es y parece, no está viviendo la vida. Y yo le replico que hay muchísimas más vidas en una sola bien empleada que en miles sometidas al castigo del festejo perpetuo y decadente. Pero que para ello tendrá que hacer dos cosas muy principales: una de ellas será leer; la otra, viajar como ya no se acostumbra: sin decidir a dónde, que la vida lo disponga. Así sea en latas aladas de sardinas antropomórficas.