¡Qué
caramba!. Hice novillos justo en el duodécimo aniversario de mi presencia aquí
ante ustedes, caros lectores. La semana pasada (si no se dieron cuenta, se lo
cuento) no salió publicada esta Philosophiae Naturalis. Me encontraba en México
y las ocho horas de diferencia horaria obraron la preterición. Vaya: que se me
fue el santo al cielo o la pinza a no sé dónde, que se dice ahora. Cuando
Alberto, de DV, indagó mi ausencia, ya se había pasado el arroz. En México me
encuentro últimamente muy omiso: como me encantan sus gentes y el país en toda
su extensión, no tengo propensión a acordarme del mío ni tampoco de las
obligaciones contraídas. Cosas de la edad, supongo.
En
el mexicano Torreón, ciudad del Estado Libre y Soberano de Coahuila de
Zaragoza, formamos una buena pella unos cuantos que allí nos reunimos para
hablar de lo que nos une y de lo que, no uniéndonos, concita interés. Ya saben,
la parte técnica refiere a recubrimientos y cosillas afines en las que ejerzo
(por cierto, cuánto más exhibo allí y no aquí, qué gustazo de libertad creativa
estoy viviendo) y lo personal a la situación peculiar que se está viviendo en
el país hermano. Con las primeras medidas (populistísimas) del Gobierno de
López Obrador ha temblado toda la industria. El insigne preboste aún no ha
alcanzado las cimas sociales venusinas (por venéreas, más apropiada
refiriéndonos a los viernes, pero suena feo) de nuestro Sánchez, pero en ello
anda.
Echa
uno la mirada en derredor y descubre esta clase política arribista y
populachera, para quienes los progresos provienen de un maná benéfico caído de
las páginas de los libros de economía y no del esfuerzo de personas y empresas en
afrontar cargas impositivas. Con todos los matices que ustedes quieran podemos
incluir en ello lo de México, pero también el Brexit, lo de España y su
Cataluña y su VOX y los “wecaneros” de Pablete, Trump, Syriza, la AfD alemana,
el FPÖ austríaco, la incombustible Le Pen, todo el arco nórdico… ¡Cojorbas!: no
parece que haya lugar alguno a buen resguardo. Apuntamos a los políticos, pero
a los políticos los vota la gente, luego es la gente quien admite las tesis
populistas.
La
pella populachera engrosa más y más esta civilización milenaria nuestra. Uno lo
puede contemplar desde fuera, con cinismo o perplejidad o indignación (según
corresponda), lo puede ignorar o puede advertir que es ahí donde de repente
quiere estar. La fe del converso es magna. Lo ínfimo es la razón.