Aquel
día, el taxista, un hombre viejuno que manejaba un vehículo al que le sonaban
todas las tuercas, nos informaba a María José y a mí que el gran problema del mundo moderno es el
exceso de gente y que convendría eliminar a media Humanidad, no importaba que uno de los
finados fuese él mismo. Aquello tan espeluznante sucedió en Lima, no en España.
Una
vez en Madrid tomé un vehículo para ir al aeropuerto. El conductor, con
corbata, me ofreció agua y un periódico, aceptaba todas las tarjetas de
crédito, llevaba WiFi y varios cables para recargar cualquier móvil, incluso
una toma de corriente para encender un portátil. Me permitió sintonizar la
radio que yo quisiera (preferí el silencio) y se mantuvo alerta con la
climatización. El vehículo no era VTC, sino un taxi. Lo habrán adivinado por el
detalle de las tarjetas de crédito. El taxista, dueño de su negocio, tenía muy
claro que debía orientarse al cliente y brindaba un servicio de calidad
aplastante. Era sabedor de que la inmensa mayoría de sus colegas tan solo se
preocupan de tener cambio. No le pregunté cuánto había pagado por la licencia
de taxista, ni si estaba de acuerdo en que el ayuntamiento tolerase la
especulación con las autorizaciones que expide. Que unos pocos miles de euros se
conviertan en una hipoteca a 30 años ante la inacción total consistorial es una
muestra impecable de cinismo político.
Tomar
un taxi es para muchos un mal inevitable salvo que topemos con aquel taxi
manejado por ese hombre capaz de interpretar estos tiempos modernos de Amazon,
Netflix o Wallapop. Por qué los demás no siguen su huella, en vez de quejarse
tanto, es una demostración más de que, hoy en día, mucha gente monta un negocio
enamorada de su producto y no del cliente. Las empresas han de vivir inmersas
en una estrategia de mejora continua o acabarán rebañando los despojos que
dejen quienes sí centran su atención en el consumidor (en mi último empleo hube
de vérmelas con casi todo un sector incapaz de entenderlo así).
Lo
más triste no son las trifulcas, sino ver al organismo regulador sometido por gremios
dispuestos a hacer prevalecer sus intereses de cualquier manera. Taxistas,
estibadores, controladores aéreos, ferroviarios, por no hablar de eléctricas o
de las telecos. Para todos ellos, lo de la libre competencia es una máxima
encomiable siempre que no les toquen el oligopolio, porque los de afuera nunca
tienen ni tendrán derecho a comer de la olla donde, desde siempre, tan
ricamente se han cebado hasta el tuétano unos pocos.