viernes, 1 de febrero de 2019

Tomar un taxi


Aquel día, el taxista, un hombre viejuno que manejaba un vehículo al que le sonaban todas las tuercas, nos informaba a María José y a mí que el gran problema del mundo moderno es el exceso de gente y que convendría eliminar a media Humanidad, no importaba que uno de los finados fuese él mismo. Aquello  tan espeluznante sucedió en Lima, no en España.
Una vez en Madrid tomé un vehículo para ir al aeropuerto. El conductor, con corbata, me ofreció agua y un periódico, aceptaba todas las tarjetas de crédito, llevaba WiFi y varios cables para recargar cualquier móvil, incluso una toma de corriente para encender un portátil. Me permitió sintonizar la radio que yo quisiera (preferí el silencio) y se mantuvo alerta con la climatización. El vehículo no era VTC, sino un taxi. Lo habrán adivinado por el detalle de las tarjetas de crédito. El taxista, dueño de su negocio, tenía muy claro que debía orientarse al cliente y brindaba un servicio de calidad aplastante. Era sabedor de que la inmensa mayoría de sus colegas tan solo se preocupan de tener cambio. No le pregunté cuánto había pagado por la licencia de taxista, ni si estaba de acuerdo en que el ayuntamiento tolerase la especulación con las autorizaciones que expide. Que unos pocos miles de euros se conviertan en una hipoteca a 30 años ante la inacción total consistorial es una muestra impecable de cinismo político.
Tomar un taxi es para muchos un mal inevitable salvo que topemos con aquel taxi manejado por ese hombre capaz de interpretar estos tiempos modernos de Amazon, Netflix o Wallapop. Por qué los demás no siguen su huella, en vez de quejarse tanto, es una demostración más de que, hoy en día, mucha gente monta un negocio enamorada de su producto y no del cliente. Las empresas han de vivir inmersas en una estrategia de mejora continua o acabarán rebañando los despojos que dejen quienes sí centran su atención en el consumidor (en mi último empleo hube de vérmelas con casi todo un sector incapaz de entenderlo así).
Lo más triste no son las trifulcas, sino ver al organismo regulador sometido por gremios dispuestos a hacer prevalecer sus intereses de cualquier manera. Taxistas, estibadores, controladores aéreos, ferroviarios, por no hablar de eléctricas o de las telecos. Para todos ellos, lo de la libre competencia es una máxima encomiable siempre que no les toquen el oligopolio, porque los de afuera nunca tienen ni tendrán derecho a comer de la olla donde, desde siempre, tan ricamente se han cebado hasta el tuétano unos pocos.