El
chiste lo contó Serafín un día de cosecha en mi pueblo. Un hombre portaba a
lomos de su acémila un cargamento de huevos y, según entró por la calle, el
bocinazo de un tractor espantó al pobre animal (al mulo, puntualizo) que, de
inmediato, se puso a respingar, cayéndose todo el cargamento de huevos al
suelo. El hombre, resignado ante el espectáculo de los huevos estrellados,
suspiró diciendo: “cosa sería de reír si los huevos fueran de otro”. Pues algo
así me sucedió al saber lo del relator afamado: estaríame aún desternillando si
el asunto fuese de otro país. Pero resulta que sucede en el mío, en la España
que por estos pagos muchos eufemistas llaman Estado.
Para
qué diantre tenemos Constitución, leyes y Parlamento, si cualquier botarate
monclovita a merced de unos elementos consiente en hundir las naves antes de
que estos estallen en sus narices dejándole sin juguetes. Los juguetes, claro
está, somos todos los demás, los que moramos de puertas afuera del conciliábulo
donde se gestan singulares decretazos (algunos de ellos portadores de exequias
fatuas, 40 años más tarde, que en 40 días se disuelven por sí mismas). Como
juguetes son la Constitución (gustoso estoy de comprobar si en la distópica república
catalana se instaura un texto que permita la libre autodeterminación de sus
provincias), la Administración (de la que ya hablé como penoso papel defensor
de la Abogacía del Estado, que, por cierto, aquí sí conviene el palabro), el
Parlamento (para estas cuestiones ninguneado por un mecanógrafo con el casco
azul de las Naciones Unidas) o las leyes (no solo por el asunto de los
sedicentes padres constituyentes de la patria catalana: léanse despacito las 21
exigencias que tales próceres entregaron al todavía Presidente, quien aún no ha
mencionado sentirse avergonzado ante ninguna de ellas, como correspondería a
quien se yergue al frente de nuestro Estado, íbidem).
Bienvenidos
seamos todos al gran mercadeo de la infamia, donde cualquier chorrada es
posible en aras del diálogo y el clamor mal entendidos, ora por justificación
pusilánime de la obsoleta dinamita (y sus derivados silbantes), ora por el
trágala de una alta sociedad política podrida hasta los mismísimos cancanujos.
Y puesto que trátase ante todo, y sobre todo, de mercadería, publiquemos ahora
mismo en este DV una oferta de trabajo que diga: “Búscase relator comercial
para Estado y estadillo: imprescindible sordera, ceguera muy recomendable”. ¿Se
apunta?