viernes, 18 de enero de 2019

Pobreza invernal


Se los encuentra en la entrada de los supermercados, dando amablemente los buenos días o las buenas tardes. Son pobres, pero piden cuando sienten necesidad y no encuentran en las miradas ajenas la suficiente compasión. Es sobrecogedor pensar que bajo su sonrisa amable y el apunte estoico subyaga una humildad avergonzada. A veces me pregunto por qué no pasan adentro cuando disponen de algún dinero para comprar lo que necesitan. Pero, tonto de mí, la respuesta es obvia: ¿quién les va a permitir entrar a un lugar donde todo es limpio, ordenado y luminoso si ellos encarnan la suciedad, el desorden y la negrura? Alguien dijo una vez que los pobres molestan muchísimo, en todas las ocasiones. Tal vez por eso se quedan fuera, como los perros, con la diferencia de que a los perros se les acaricia y quiere. A los pobres se los apalea y detesta por lo que son.
Salvo el saludo es difícil la conversación con alguien que espera junto a una puerta. Yo, al menos, nunca lo he intentado y tampoco he visto en todos estos años a nadie que lo hiciera. No creo que la deseen. Dar los buenos días es la única excepción a su voto de silencio, por vergüenza o porque cuando uno se vuelve pobre junto a un supermercado de inmediato te conviertes en espectro. Y todos sabemos que los fantasmas no hablan. Por este motivo huelga preguntarse qué dirían si entablásemos charla con ellos. Seguramente aludirían a cosas ajenas al mundo en el que nos movemos, a cuestiones que no nos importan o de las que inadvirtamos su existencia. También en esto, como en lo de estar fuera, los pobres son como los perros, pero sin correa.
No puedo detenerme a pensar en estas heladas intensas de invierno y el frío riguroso del que me guarezco con un abrigo y buenos zapatos. Ellos llevan siempre ropas insuficientes y las zapatillas viejas y llenas de agujeros. Entonces me entra una lástima infinita e, hipócrita de mí, pienso que no hago lo suficiente por ninguno. En realidad no hago nada, salvo escribir esta columna, porque son infinitas las veces que ni siquiera devuelvo los educados buenos días de su pobreza y humildad. Y todo porque no me atrevo a mirar sus ojos. Todo porque no quiero pensar en el oprobio de tener que vivir en la calle y depender de la caridad ajena para sobrevivir. Todo porque me siento aliviado cuando no encuentro su silenciosa pobreza espectral a la puerta del supermercado. Todo porque prefiero antes hacerle una carantoña a un perro que a una persona.