viernes, 13 de abril de 2018

Titulitis reveladora

Me pregunto qué necesidad tiene un político con mando en plaza (o, en su defecto, uno que pueda tenerlo) de falsear el currículo. Ya está arriba. Ya hace y deshace. Ya le reverencian. Ya le adulan. Ya le temen. No lo entiendo.
Tal vez haga acto de conciencia y descubra que le falta ese título o aquel otro porque en su momento se sintió indolente (jamás nadie se reconocerá incapaz) y le avergüenza admitirlo en su fuero interno. O tal vez porque nunca le interesó realmente estudiar, ni pensó que lo necesitase ante el meteórico ascenso que le aguardaba tras lustros de adulación y paciente espera frente al mandamás supremo, y estando en la cumbre descubre que no soporta la idea de que otros inferiores en poder a él exhiban con orgullo mejores gestas intelectuales (si es que el calificativo de mejores tiene algún sentido, que eso es tema para otra columna). Por descontado que no repara en pensar que acaso no haya manifestación mayor de medianía o imposibilidad o arrogancia o soberbia que una solicitud gratuita y torticera a Salmantica de “quod natura non dat”.
En realidad, lo digo así de clarito, me da igual que los políticos dimitan o no por una cuestión de títulos falseados o firmados en la puerta trasera, donde no hay ruido y casi tampoco luz suficiente para saber si lo que se firma vale algo o es pura basura. Si no dimiten por corrupción, ¿cómo van a dimitir ante el descubrimiento de su manifiesta incapacidad y galbana? Además, se encuentra todo el arco parlamentario tan afectado por la fiebre de másters y doctorados al peso, que lo de menos son estas tormentas políticas que solo descargan su ira por el consuelo del contrario de ver que los oponentes hacen lo mismo. Lo importante es la sensación de decadencia, de avidez por el poder sin contemplaciones y sin importar la preparación que uno haya atesorado para erigirse en poderoso. El dedazo requiere no estímulos, sino pleitesía. Un dedazo a tiempo, capaz de erigirte sobre los hombros de tus conciudadanos, no acostumbra a exigir formación profunda o capacidades conspicuas: tan solo la reverencia y mansedumbre del alma.
Un título no es otra cosa que unas cuantas horas robadas al sueño para el estudio, un examen, unas tasas, una espera nerviosa y un papel grueso y bonito con letras locuaces. Nada más. Les cambio yo a estos prebostes todos los míos por un mes cualquiera con su poder, el que tan estúpidamente se empeñan en arrojar al vertedero sin justificación alguna