Me
pregunto qué necesidad tiene un político con mando en plaza (o, en su defecto,
uno que pueda tenerlo) de falsear el currículo. Ya está arriba. Ya hace y
deshace. Ya le reverencian. Ya le adulan. Ya le temen. No lo entiendo.
Tal
vez haga acto de conciencia y descubra que le falta ese título o aquel otro
porque en su momento se sintió indolente (jamás nadie se reconocerá incapaz) y
le avergüenza admitirlo en su fuero interno. O tal vez porque nunca le interesó
realmente estudiar, ni pensó que lo necesitase ante el meteórico ascenso que le
aguardaba tras lustros de adulación y paciente espera frente al mandamás
supremo, y estando en la cumbre descubre que no soporta la idea de que otros
inferiores en poder a él exhiban con orgullo mejores gestas intelectuales (si
es que el calificativo de mejores tiene algún sentido, que eso es tema para
otra columna). Por descontado que no repara en pensar que acaso no haya
manifestación mayor de medianía o imposibilidad o arrogancia o soberbia que una
solicitud gratuita y torticera a Salmantica de “quod natura non dat”.
En
realidad, lo digo así de clarito, me da igual que los políticos dimitan o no
por una cuestión de títulos falseados o firmados en la puerta trasera, donde no
hay ruido y casi tampoco luz suficiente para saber si lo que se firma vale algo
o es pura basura. Si no dimiten por corrupción, ¿cómo van a dimitir ante el
descubrimiento de su manifiesta incapacidad y galbana? Además, se encuentra
todo el arco parlamentario tan afectado por la fiebre de másters y doctorados
al peso, que lo de menos son estas tormentas políticas que solo descargan su
ira por el consuelo del contrario de ver que los oponentes hacen lo mismo. Lo
importante es la sensación de decadencia, de avidez por el poder sin
contemplaciones y sin importar la preparación que uno haya atesorado para
erigirse en poderoso. El dedazo requiere no estímulos, sino pleitesía. Un
dedazo a tiempo, capaz de erigirte sobre los hombros de tus conciudadanos, no
acostumbra a exigir formación profunda o capacidades conspicuas: tan solo la
reverencia y mansedumbre del alma.
Un título no es otra cosa que unas cuantas horas
robadas al sueño para el estudio, un examen, unas tasas, una espera nerviosa y
un papel grueso y bonito con letras locuaces. Nada más. Les cambio yo a estos
prebostes todos los míos por un mes cualquiera con su poder, el que tan
estúpidamente se empeñan en arrojar al vertedero sin justificación alguna