Mi
tío, mi abuelo materno… todos labriegos y cazadores. Lo he contado alguna vez.
De niño a veces me llevaban a ajear perdices o a conejos. Era aburridísimo: toda
la mañana pateando el monte, saliéndose de las trochas y atajando por donde
solo las cabras se atreven, para encontrar algún conejo extraviado o un nido de
perdices. Todo esto formaba parte del acervo de los pueblos, de las rutinas del
campo, mucho antes de que apareciesen en las ciudades los colectivos en defensa
de la naturaleza, los animalistas y demás benefactores de los bichos.
En
realidad, es fácil advertir que la gente comparte cada vez más un conocimiento
establecido. Hace tiempo abandonó la experiencia directa para aceptar, o
abrazar, lo que otros comunican, convirtiendo su sabiduría personal en un
manojo de creencias. Sabiduría urbana, claro está. Incluso en muchos pueblos es
así ya. Si tienen el placer de salir al monte o a la montaña, lo harán no por
paliar la carencia habitual de naturaleza, o una ignorancia intrínseca del
medio natural, sino porque pasear un rato por senderos, roquedas, cascajales y
oteros forma parte de ese contacto que se ha estipulado como necesario para una
vida sana. Pero la ignorancia de la que hablaba anteriormente seguirá igual de
vigente, porque el urbanita ni vive, ni comparte ni entiende la cultura rural.
Me
sorprendió el escarnio con que algunos medios atacaron al presidente francés
cuando anunció recientemente que restauraría las cacerías presidenciales. O
cuando el pasado fin de semana, por ejemplo, se vivieron en España una serie de
manifestaciones en defensa de la caza y los medios rurales. Las redes sociales,
que son urbanas, fanáticas y repletas de idiotez, enseguida pasaron al ataque,
atravesadas de esa sedicente altura moral que las trufa como si una proclama
cualquiera vociferada por millones de voces fuese más verdad que una certeza
proferida por unos pocos.
El
animalismo ha devenido identitario y arrogante. Hace poco me dio la risa al oír
contar a una cocinera de colegio los lloros que soportaba cuando preparaba
pollo asado para los niños. Sin olvidarnos de organizaciones como Proyecto Gran
Simio, que pretende reconocer derechos humanos (sí, humanos) a los grandes
simios (chimpancés, orangutanes y gorilas).
De verdad. Aunque me aburra, sigo prefiriendo una actividad
cinegética responsable a las muchas rupturas ocurrentes que tratan de
arrinconarla. Es una cuestión de medios: urbano o rural, y sus mezclas.