Que
los datos personales vienen y van, vuelan alto o bajo, o se cambian por cromos
de los Vengadores, no queda duda. El modelo de negocio de Facebook y otras
redes sociales es raro, muy raro: no cobran nada por estar ahí, ofrecen juegos
y almacenamiento de fotos o vídeos, no venden coches ni casas ni batidoras
(solo videojuegos, poco más), y lo único que piden a cambio es soportar las
toneladas de indigesta publicidad con el que viene trufado el asunto. Y pese a
ello, estas empresas tienen un valor cifrado en muchos miles de millones de
dólares, como si se tratase del productor de aire atmosférico respirable. Por
supuesto, admito que mi lúgubre y un tanto maltrecha mente no sea capaz de
atinar con el quid de la cuestión, pero al hilo de las últimas revelaciones la
cosa va tomando fundamento, que diría don Karlos.
Hace
ya muchos meses que Facebook me eliminó, ignoro el motivo, haciéndome el favor
inmenso de no tener que pensar mucho en la manera eficiente de quitarme de en
medio. Y desde entonces, tras barrer todo cuanto a redes sociales pudiera sonar
en mi vida, carezco de eso que todo el mundo sigue usando. Y soy infinitamente
feliz. Como tampoco vivo en Estados Unidos ni tuve que decidir si era mejor
votar a Trump o a Hillary, me quedé fuera de la controversia de los datos
personales que tanto ha azorado a las gentes honradas de este mundo que
defienden a capa y espada la ontológica necesidad de aparecer en el escaparate
digital de las bobadas personales. Lo del whatsapp sí lo uso, básicamente lo juzgo
un último reducto por motivos de practicidad, y aunque tentado estoy de
mandarlo igualmente a tomar viento fresco, dentro de mí hay un forcejeo
escéptico y nada librepensador que me conmina a seguir manteniéndolo. Pero
cualquier día impongo orden y a la porra con todo.
Es
feo este mundo del siglo XXI con todas estas gigantescas corporaciones Tyrell
tratando de apacentar al ganado humano en los ingentes pasturajes de su poder e
influencia. Como fea es la docilidad con que nosotros, ovejitas mansas y lerdas,
nos regocijamos cuando nos colocan un numerito en la frente y nos declaran
aptos para la existencia moderna, siempre interconectada, porque en esta vida
de lo que se trata es de divertirse y nada más (pensamos). Esto de los datos
voladores sí identificados no es asunto baladí. A mí me da lo mismo, total, “pulvis
es et in pulverem reverteris”, pero no deja de ser una señal del absurdo mundo
que estamos construyendo.