viernes, 2 de marzo de 2018

Caridad sin fronteras

Cuando aún veía la televisión, no eran infrecuentes los anuncios que invitaban a apadrinar a un niño o a combatir la devastación producida por algún fenómeno natural en alguna parte recóndita del ancho mundo. La idea parecía excelente, un poco más audaz que las postales navideñas de Unicef o de los artistas discapacitados. Supongo que estos anuncios todavía existen, y si no tales, algunos otros. Al fin y al cabo, la miseria no se erradica nunca y los volcanes y los sismos hacen acto de presencia sin interesarse por los destinos humanos.
No es de extrañar que, siendo yo más joven, y mucho menos viajado por el mundo, entendiese la caridad como algo inevitable en el destino del ser humano que nace más afortunado que el resto y, por tanto, obligado a sofocar sus remordimientos con pequeñas acciones que individualmente no supongan nada, pero colectivamente mucho. Más tarde, cuando he tenido oportunidad de visitar algunos de esos lugares paupérrimos, como las selvas peruanas, donde se destinaban las voluntariedades caritativas de tantas conciencias dolientes, he podido comprender que las cosas son de otra manera.
En el mundo actual, el ciudadano trabaja y paga sus impuestos. Ese es el afán por el que millones de personas despiertan cada mañana. Pero quienes han convertido la caridad en un muy lucrativo negocio no solo se esfuerzan en personar sus convicciones en las zonas abatidas del planeta. Antes bien, se han convertido en adalides de la igualdad y el bien común. En sus extensos e importantes informes explican que somos los ciudadanos los responsables pasivos de que el mundo esté sembrado de desigualdades e injusticias. Y la riqueza, esa abundancia por la que casi todos trabajamos para que otros la disfruten, el mayor de los males que han de erradicarse de una vez por todas. Exornar el discurso con la grandilocuencia de la fiscalidad progresiva y los vicios del libre mercado, es hacer política: no caridad, pero qué más da. La caridad es abstrusa y el capitalismo miedoso.
Pero no todo es perfecto. Ni siquiera estas colosales organizaciones de la moral y la piedad. Hemos constado que en ellas conviven individuos de moral pútrida capaces de la peor abyección en los mismos escenarios adonde acuden a darnos clases de moral a los demás. Es la gran contradicción del ser humano. Construir sistemas contrarios a su ética y vivir en ellos acomplejado, salvo que uno tenga la caridad bien entendida, como le pasaba a estos señores.