Ando preocupado con la admiración que Queco empieza a
desarrollar por los “youtubers”, esos chicos que cuelgan vídeos en YouTube que siguen
cientos, miles o millones de usuarios. De momento no se ha incardinado en lo de
querer ser popular, por lo cual respiro aliviado: no hay cosa más terrible que
convencer a una criatura de que el famoseo no sirve para nada, acaso para ganar
dinero con la publicidad (es aún más costoso hacer entender a un niño que la
codicia tampoco es un bien en sí mismo).
Me espanta este deseo de popularidad, que tanto ha mudado
de aspecto. En los jóvenes siempre fue un concepto morboso en el que todos incurrimos
tarde o temprano: satisfacía saber que los demás contaban contigo y uno podía
substraerse más fácilmente del mundo adulto. Pero era complicado de alcanzar.
En mi colegio eran populares los deportistas (entrenaban a baloncesto o
balonmano, parecían más maduros y todos los admiraban) y también los
empollones, como era mi caso, pero en sentido negativo (les confieso que nos corroía la envidia
de no poder ser como los otros, y aunque nos consolásemos diciendo que no queríamos
ser como ellos, en realidad sí queríamos). Ahora, la popularidad se asocia a riqueza,
poder, éxito… como los futbolistas, vaya. Pero no todo el mundo tiene talento
para darle patadas con estilo al balón. por eso las redes sociales explotan
otros caminos: ¿no resulta desalentador comprobar cómo lo de sumar seguidores conduce
a las chicas al exhibicionismo y a los chicos a la violencia en alguna de sus
muchas formas?
Mutatis mutandis, el objetivo es el mismo: tener amigos y
recibir la dosis diaria de vanagloria. Pero el matiz es importante, porque
ahora no importa que se reparta con otros y se corre el riesgo de incorporar a
la vida real aquello que en las redes sociales proporciona éxito. Comprueben si
no esos consejos que se dan para ser famoso en Facebook o en YouTube: piercings,
tatuajes, barbas luengas, moda escabrosa, pero también autoritarismo,
fanatismo, sexismo…
Lo de ser popular en las redes es consecuencia de
engendros como Gran Hermano, pero sin restricciones de acceso. En nuestra época, para ser queridos, nos
bastaban los compañeros de clase con quienes te llevabas bien y esos dos o tres
amigos a quienes te unía algo muy esencial. Ya Borges señalaba que él tenía
amigos, muchos conocidos e infinidad de saludados. En el mundo presente habrá que
añadir a los seguidores y a ser posible decir que se tiene una legión o dos de
ellos