Tenemos la piel de toro curtida con asfaltos enormes de
curvas rectilíneas. Pero no todos se usan. Madrid bombea solo aire con sus
radiales porque, sangre, lo que se dice sangre, bien poca circula por ellas. A
Euskadi se sale (o se llega) por surcos bien colmados, abiertos entre montañas:
si optamos por una de ellas, por ejemplo, rápidamente encontraremos las riberas
del Ebro, y si la continuamos, rodaremos los neumáticos hasta Cataluña, donde
una pista bituminosa invita al país galo y otra, contraria, a disfrutar del
mar. Como estos ejemplos, cientos.
Cuesta un poco entender las diferencias entre autopistas
y autovías, más allá de lo dictado en el código de circular, que nadie nunca recuerda.
Quedémonos en la evocación que tiñe a las últimas, porque son, casi todas,
tatuajes dibujados sobre vetustas cicatrices preexistentes, y en que las
construye el estado. Fueron buenos tiempos aquellos, especialmente para las
constructoras. En el ministerio que las fomentaba los directores generales
hablaban de presupuestos tomando como referencia el kilómetro de autovía. “Para
mi departamento, Ministro, requiero trescientos metros”. Se abren túneles, se
pintan viaductos (todos espantosos), se surcan las tierras tranquilas
convirtiéndolas en vertebración secundaria del todopoderoso centro. Galicia, la
cornisa cantábrica, Andalucía, las Canarias… Al carajo los seiscientos. Que rueden
coches poderosos. Roturados han quedado los montes para que todos metan sexta. Run
run, abran paso.
Todo este gusto por viajar seguro y fluido tenía que
encender, obligadamente, las codicias. Es el momento de las (improductivas) autopistas
privadas. Si hay estaciones de alta velocidad ferroviaria donde no sube nadie a
los vagones, y eso no impide que las construyan, por qué no ha de suceder lo
propio con los caminos para vehículos privados, cuando hay decenas de millones,
y cada vez más. Sean treinta y una las atrocidades con peaje (más atroces
cuanto más innecesarias). Sean tres mil los kilómetros, ni uno menos, que no se
diga. Y sea una población que decide preferir las saturaciones gratuitas a las
fluideces de pago (por escaso que sea). Zas, sea la bancarrota…
Tenemos España curtida con asfaltos enormes, terribles,
de rectas que vuelan hasta el horizonte... y nadie usa. Y habrá que pagar por
ellas, o dejarlas languidecer, llenarse de matojo y hierbas, volverse
pedregales. Feas como el demonio, nos van a afear la tierra y el bolsillo por
décadas. O más.