viernes, 16 de enero de 2015

Extremistas entre nosotros

Cuando vivía en Arabia Saudita solía cenar en casa de un matrimonio árabe con quienes había granjeado cierta amistad. Ambos se habían formado en Estados Unidos. En su casa no se observaba ninguna de las costumbres islámicas impuestas por la sharía: eran ateos, o agnósticos, o algo parecido. Ni los hombres comían aparte de las mujeres, ni los niños eran pospuestos a lo sobrante. En algunos viajes al extranjero, compartimos tanto mesa como copas de vino e incluso alimentos prohibidos para un musulmán. Eran, sencillamente, como nosotros. Salvo en público: en la calle o entre los suyos guardaban todos los preceptos islámicos y nadie sospechaba de su auténtica realidad. En Arabia no puedes actuar de otro modo. O eres, o te vas (o peor). El mandato de la ley supone sentir miedo.

En los países islámicos se defiende con fuerza los principios y valores de su religión. No hay paternalismos ni laxitud. El posmodernismo, esa extraña corriente cultural casi monopolística en Europa, centrada en la sentimentalidad y las sensaciones hedonistas, es inexistente en el Islam. Pero aquí, donde todas las opiniones son iguales y todas valen lo mismo, tanto si la razona un tonto en twitter con 140 caracteres como si la defiende un sabio en tres volúmenes impresos, donde el ciudadano se desentiende de la igualdad ante la ley, de sus deberes como individuo, de su responsabilidad personal, del mérito o del esfuerzo, para centrarse en el disfrute de los privilegios heredados, se ha generado un caldo de cultivo magnífico para que ningún inmigrante necesite integrarse y pueda diseñar las dinámicas de grupo que mejor le venga en gana. Incluso las más extremistas. Luego nos extrañamos de que haya yihadistas entre nosotros.

Nos horrorizamos de los gaznates rajados en algún desierto lejano, pero solo un rato: aquí el objetivo es pasarlo bien y tener dinero en el bolsillo para el solaz personal o adquirir la última puerilidad de Coelho. Y en nuestra mal llamada tolerancia, que no es sino un estúpido relativismo adecuado solo para quienes no disponen de rigor alguno a la hora de razonar, justificamos en el miedo que sentimos cualquier alteración que agreda los valores que todavía reconocemos aunque no recordemos cuáles son.

Dudo que unos pocos hagan peligrar nuestros derechos fundamentales, los mismos que nos costó siglos conseguir, pero la apatía frente al fanatismo de una minoría tiene consecuencias. Y las estamos viendo hoy mismo en Youtube.