viernes, 21 de febrero de 2014

Armarse para la guerra

Siempre compro en un mercado de los clásicos, de los de toda la vida, por mucho que digan que están en declive. La verdura, la fruta, el pescado… son alimentos que nunca adquiero en lugares que algún ocurrente denominó como “superficies”, ora medianas (supermercados), ora grandes (hipermercados). No solo por cuestiones de calidad, ni siquiera por precio: mi decisión se fundamenta sobre todo en eso que los entendidos llaman “experiencia de compra” (otro palabro: ya van dos).

Pondré un ejemplo: el mío (usted tendrá el suyo, por supuesto). El puesto donde compro el queso lo despacha un tendero de edad imprecisa y aspecto siempre sonriente. Sabe de mi debilidad por un queso exquisito, de oveja, envejecido en manteca, que pica deliciosamente en la boca y mantiene el placer gustativo como muy pocos quesos hacen. Cuando me corresponde el turno, el tendero aprovecha y ofrece a toda la clientela presente (mayoritariamente femenina) una generosa degustación de ese queso que estoy pidiendo, sin duda para convencer de sus bondades y justificar en su extraordinario sabor que tenga un precio algo más elevado de lo habitual. Además, invita a una ronda de su bota de cuero, que contiene un vinillo blanco glorioso, ligeramente dulce, que se trasiega muy fácil y deja el paladar dispuesto para lo que haga falta. “A la guerra no se puede acudir sin armas”, sentencia: a este tendero le puedo yo adquirir cualquier cosa que quiera venderme, se lo aseguro.

Si, por cuestiones imprecisas he de acudir a un supermercado a comprar un queso que me guste, lo que hago es acercarme a la góndola refrigerada donde se ofrecen estos productos, elegir uno de ellos y aprovechar para meter dentro de la cesta otras cosas que puedo necesitar o no, porque pienso que resulta tonto estar allí y no comprar nada más que el queso. Acabado el asunto, me aproximo a una caja registradora, donde una jovencita me da las buenas tardes con el mejor acento robotizado de que es capaz, pasa la compra por un láser, me dice cuánto debo abonar y me hace entrega de cientos de papeles de descuento, ofertas y comparativas, que acaban indiferentemente en la basura. Se despide con un “que tenga buena tarde” asaz irrelevante.

Haga usted lo que le venga en gana, por supuesto. Yo seguiré comprando en el puesto de quesos y pimplando de la bota de vino, porque a la guerra conviene ir armado, y porque en el supermercado me siento un häftling (mutatis mutandis, con permiso de Primo Levi)